Los años del Instituto…

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Son las 23:50 del Martes, 18 de Marzo del 2025.
Los años del Instituto…

 

Por Eduardo Egido Sánchez

 

No cruzo una sola vez ante la fachada del instituto donde cursé los seis años de bachillerato más el de Preuniversitario sin sentir los pinchazos de la nostalgia. Repaso mentalmente: estas ventanas son del aula de primer curso, esas de segundo, aquellas dos de la planta baja, las de cuarto, y en la segunda planta se encuentran las de quinto, un curso singular debido a un acontecimiento especial. Las aulas del resto de cursos daban al patio interior. Cómo olvidarlo. El viejo, y con el paso de los años cada vez más añorado instituto, acusa los estragos del tiempo, pero conserva indelebles los recuerdos.

Los seis años de bachillerato y el apéndice del umbral de la universidad constituyen un largo puente que salva las etapas esenciales de la vida: infancia, pubertad, adolescencia y juventud. Quizá podamos comparar este puente a una montaña rusa, tales son las subidas y bajadas que experimenta el caminante a lo largo de su recorrido. Se entra siendo niño, con preocupaciones infantiles y el corazón tierno, y se sale echo un lío, con la cabeza confusa y el corazón dolorido. Cabeza y corazón ya puestos sobre aviso de que la vida va en serio, como advirtiera el poeta Gil de Biedma.

Los años sesenta del pasado siglo fueron años dorados del entonces único instituto de enseñanza media de la ciudad. En la época, desconocíamos que su nombre fuera “Fray Andrés de Puertollano”, según acuerdo del claustro de profesores de marzo de 1947. Hoy su nombre se limita a “Fray Andrés”, un religioso nacido en la ciudad que casi nadie conoce. El Centro se había creado en 1932, durante la II República, y su primera sede se ubicó en la calle Torrecilla, donde aún resiste su carcasa en estado ruinoso. En noviembre de 1959 es inaugurado por Franco el nuevo edificio de la calle Copa. Ahí permanece brindando futuro a innumerables promociones de jóvenes.

En aquellos años sesenta, el título de bachiller atesoraba una aureola que ahora ha perdido su brillo. Poseer el grado de bachiller elemental -superar sus cuatro cursos más la reválida- capacitaba para un sinfín de empleos bien valorados. Y no digamos el grado de bachiller superior -superar quinto y sexto, que también había que revalidar – dotado de un adjetivo que proclama su excelencia. Un bachiller superior podía caminar con la cabeza bien alta por la pasarela del mundo laboral.

De modo que acceder al instituto se antojaba penetrar en un mundo reservado para los elegidos. Ahí manaban las fuentes del conocimiento y contaba con avezados zahoríes que transmitían la localización de esos veneros subterráneos que exigían capacitación y esfuerzo para entregarse a los iniciados. Éramos niños aún, pero los profesores nos trataban de usted y nos hacían creer que merecíamos el tratamiento. Descubrimos que las salas donde se impartían las clases recibían el nombre de aulas, que la pizarra era el encerado, que el hombre con guardapolvo que estaba por tardes partes era el bedel y que el cuaderno voluminoso que facilitaba a los profesores de cada asignatura era el parte de firmas. Y, eso, que cada asignatura la impartía un profesor distinto, a diferencia de nuestros antiguos maestros que tenían que apechugar con todas.

El primer curso encierra recuerdos exclusivos, con un preámbulo que no pierdo ocasión de agradecer: si don Ramón Jurado, jefe de negociado en secretaría, no hubiera pasado por alto que el plazo de matrícula ya había finalizado cuando fui a efectuarla, doy por seguro que nunca habría accedido al instituto. Su generosidad me abrió la puerta de un nuevo mundo que prometía múltiples recompensas si nos hacíamos merecedores de ellas. En consecuencia, se imponía la necesidad de hincar los codos para aprovechar la ocasión que no estaba al alcance de todo el mundo.

Los libros de texto olían a tinta de imprenta y su tacto era sedoso y su sonido al pasar las páginas componía un leve rasgueo. El esfuerzo de estudiar parecía perder rigor mediante esas señales de bienvenida. En primer curso, sumábamos la cifra de 54 alumnos, pero a nadie parecía importarle la masificación. El primer texto leído en la clase de Literatura fue un pasaje del capítulo VII de “La ruta de don Quijote” de Azorín. En la voz del profesor don José María Santano sonó a música celestial. Cuando hoy releo esas palabras no puedo evitar un sentimiento nostálgico.

Asimismo, imborrables son los nombres y rostros de aquellos primeros profesores, empezando por el director del instituto, que no fue profesor nuestro, pero sabíamos de su existencia: imaginábamos a don Tomás García de la Santa en el sancta sanctorum de su despacho resolviendo gestiones en nuestro provecho. Era una figura lejana con ribetes míticos. Don José María Santano era justo y exigente a la par, ducho en hacernos grata la Literatura; su talento para el magisterio le confería una autoridad indiscutida que no precisaba levantar la voz. Doña Berta, la profesora de Matemáticas, inspiraba sentimientos maternales y de reconocimiento por su esfuerzo diario; era muy bajita y vestía faldas ajustadas por lo que subía el irregular primer escalón del edificio por su parte más baja, la situada al final. Doña Caridad Robles, profesora de Biología, nos detallaba los entresijos de seres tan pintorescos como el paramecio y la vorticela, a la vez que nos deslumbraba con su madura elegancia. En cambio, don Natalio, profesor de Geografía de España, era el blanco de nuestras incipientes crueldades a causa de su comportamiento un tanto estrafalario. Le gastábamos bromas que provocaban su cólera y seis o siete ceros en el libro de notas a los autores si lograba identificarlos.

Profesores de los siguientes cursos que dejaron particular huella fueron doña Paquita Agujetas, que impartía la asignatura de francés y se dirigía a los alumnos con la coletilla “mon amour”, que pronunciaba con deliciosa tonalidad despertando nuestros instintos más primarios. Muchos recordarán a don Francisco, a quien llamábamos don Quico a pesar de sus nobiliarios apellidos, Velázquez de Castro y Tamayo. Su sordera nos incitaba a las burlas más crueles, que provocaban sus reacciones iracundas y violentas. Don Quico pasaba por ser un buen profesor a quien su defecto auditivo impedía demostrar sus dotes. Doña María Dolores Jiménez, que insistía en ser llamada Loli, impartía la asignatura de latín; se mostraba como una hermana mayor, prodigando su ternura al alumnado. Sufrió un destino trágico ya que murió en accidente de carretera en un viaje de preparativos de boda. Gastaba un perfume similar al incienso que conjugaba -nunca mejor dicho- con su asignatura. Finalizamos este repaso apresurado con doña María Soledad Fernández Crespo, la inefable doña Marisol, profesora de Literatura, que pregonaba que podía haber profesores de su mismo nivel pedagógico, pero no mejor. Resultaba un tormento para las chicas y adulaba a los chicos guapos. Se convertía sistemáticamente en objeto de habladurías y polémicas.

Sin embargo, todo lo expuesto palidece ante la conmoción que las chicas causaron en nuestro mundo sentimental. Aquellos siete años no habrían sido lo mismo si por los pasillos del instituto, por sus aulas y por los espacios del recreo, no hubieran deambulado esos seres adorables que provocaban el rubor de nuestras mejillas, la aceleración de nuestros latidos y demás síntomas que describe inmejorablemente Lope de Vega en el soneto “Esto es amor”. Aún existía la segregación por sexos en las aulas y esa distancia acrecentaba la intensidad de nuestras emociones. Las chicas nos hacían sufrir lo indecible, a conciencia o sin pretenderlo, pero sufrimiento al fin. También conseguían que rescatásemos nuestro ser humano más logrado para ponerlo a sus pies, al menos en intención, porque confesar nuestra devoción era misión imposible. Las chicas del bachillerato pueblan, sin ellas saberlo, nuestros edenes juveniles.

Los años de instituto han marcado nuestras vidas en todos los órdenes. Seguimos siendo bachilleres que aguardan, cada vez más escépticos, que se cumplan los afanes que levantamos en los altares más nobles. Os envío un emocionado recuerdo, condiscípulos y condiscípulas. Dondequiera que estéis, deseo que el tiempo os haya sido propicio.

Eduardo Egido Sánchez