Nuestro amigo Antoñito

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Son las 19:54 del Jueves, 28 de Marzo del 2024.
Nuestro amigo Antoñito

Antoñito deambula por el paseo y reparte saludos a diestro y siniestro. Quien más, quien menos, aguarda a tenerlo cerca para que el saludo resulte más próximo y personal. Creo que toda la gente que cruza una frase con él, lo estima. Bien pensado, más que creerlo lo doy por seguro. No hay más que ver cómo le sonríen, cómo le obsequian con unas palabras amables. Y él tiene la respuesta adecuada, alusiva al ámbito de  contacto personal con cada uno. Por eso modifiqué la decisión de titular el artículo “Mi amigo Antoñito” por el más pertinente “Nuestro amigo Antoñito”. Es una manera de compartir con vosotros la amistad y la estima que sentimos por él.

     Antoñito es ave solitaria. Habitualmente, se le ve solo. Mejor dicho, se le ve consigo mismo, que es un modo envidiable de conducirse. Se detiene un instante con quien se cruza en su marcha, intercambia un breve comentario y sigue su camino. La sonrisa es su seña de identidad más personal. Su expresividad está a la orden de sus emociones, sin el disimulo predominante en la sociedad actual; su rostro compone fielmente el gesto indicativo de su alegría o de su enfado, de una personalidad que exterioriza sin ambages sus sentimiento. Sabe agradecer las muestras de afecto que se le brindan y graba  para siempre el nombre de las personas que mejor acogida le dispensan.

     Conozco a Antonio desde hace cincuenta años. Solíamos coincidir en el desaparecido gimnasio de la calle Copa, donde se concentraba buena parte del deporte que se practicaba en nuestra ciudad. Lo recuerdo con su cuerpo diminuto, su rostro vivaracho y su facilidad para pegar la hebra con todo el mundo. No era casual su presencia en el gimnasio ya que en ese escenario se representaba una de sus tres aficiones, el deporte. A lo largo de los años, ha mantenido su apego por este mundillo, particularmente por el baloncesto, y no resulta extraño verlo en el pabellón que lleva el nombre de su amigo Luis Casimiro animando a los equipos locales con la ayuda de su vuvuzela y su tambor. Enfundado en la bufanda con los colores del equipo, Antoñito dirige a la grada para caldear el ambiente. En el intermedio, salta a la cancha, choca la palma de la mano con los jugadores y, de paso, aprovecha para lanzar unos tiritos a canasta.

     La segunda afición tiene como marco los espacios culturales y como protagonista a la música. No cualquier manifestación musical, únicamente la interpretada por Bandas de Música. Una afición inculcada por su padre, Antonio Rodríguez, que ingresó en la Banda Municipal de Puertollano en 1945, a la edad de 13 años, y permaneció hasta su fallecimiento, en calidad de flautista. De modo que no se perdía un concierto en el que interviniera su progenitor, sentado en una de las primeras filas del Auditorio o de la Concha de Música. Ahora mantiene su costumbre y aprovecha el descanso para darse un garbeo por el recinto y saludar a los melómanos.

     Si tuviera que pronunciarme acerca de qué afición está más arraigada en él, apostaría  por su inclinación al mundo de los trenes. El universo ferroviario local ha cambiado desde que se trasladó la estación de la Renfe, en la plaza de Ramón y Cajal, a la del Ave en la calle del Muelle. La antigua estación tenía un sabor añejo que encerraba la esencia del ferrocarril, con su cantina, su quiosco de periódicos y libros, su olor característico, los viajeros que poblaban la sala de espera con una antelación exagerada, antelación que había que sumar al retraso habitual de los trenes. Todo ello formaba un ambiente abigarrado y entrañable. Y allí se encontraba Antoñito con sus amigos ferroviarios, que lo consideraban uno más del gremio, le permitían el acceso a las instalaciones vedadas a los viajeros y le regalaban objetos relacionados con el ferrocarril. Agradecía y sigue agradeciendo las tarjetas postales, las revistas, los llaveros, las insignias y toda la parafernalia que rodea al tráfico sobre raíles.

     Doy por hecho que a los amigos de Antoñito les gusta hacerle regalos. A él, a su vez, le encanta lucirlos, porque para eso se reciben regalos, para presumir de ellos. En particular, ha hecho acopio de un buen número de camisetas y si le llamas la atención sobre lo bonita que es la que lleva puesta en ese momento, te responderá, adivinándote la intención: “Es que no te la puedo regalar”.

     En verano suele acompañar a su madre, la atenta y abnegada Rosa, cuando sale a tomar el fresco al anochecer. Es habitual verlos sentados en un banco del paseo. Ella ha moldeado el carácter de su hijo, le insiste en evitar lo que le perjudica (trabajo le costó que abandonara el consumo masivo de Coca Colas que menoscababa su salud) y en que adquiera buenos hábitos. Él refunfuña pero termina cediendo.

     Necesita anclarse en puertos francos, donde se siente seguro y forma parroquia. A lo largo de muchos años solía recalar en el bar Luis, en la calle Amargura. Luis lo trataba con afecto paternal, le daba caprichos, le afeaba alguna mala palabra, alguna salida de tono y Antoñito admitía de buen grado la autoridad de su protector. En verano, Luis aprovechaba el día de descanso en el bar –creo recordar que los jueves- para organizar  comidas campestres en Los Pinos, en compañía de su hijo Luismi, sus amigos más íntimos y…Antoñito, que no podía faltar porque era uno más de la familia. Me enternecía ver cómo disfrutaba en esas ocasiones junto a la gente que lo acogía de buen grado. Cuando Luis falleció repentinamente, Antoñito lo sintió de veras y anduvo mucho tiempo con auténtica sensación de orfandad.

     Actualmente, su refugio está en el pub Dublín, con su amigo Pepe. Todos los sábados, temprano, camina la pareja de amigos, paseo arriba, camino del pub con el ayudante llevando la prensa bajo el brazo. En el local hace tertulia a diario con todos, porque para todos tiene una frase ocurrente. Hace unos días comenté a Pepe mi intención de escribir este artículo y le pedí que lo avisara de que iría allí para hacerle una foto. Cuando me presenté, Antoñito vestía sus mejores galas para la ocasión: un chándal del Real Madrid. Luego posó con el aplomo de un profesional.

     Albert Camus en su ensayo sobre el mito de Sísifo asegura que éste, condenado por los dioses a cargar sobre su espalda una roca y subirla a la cima de una montaña de donde volverá a caer una y otra vez, es feliz con su destino. Creo que Antoñito también lo es. Sale a diario con su roca a cuestas y es feliz de que todo aquel que se cruza con él le indique el camino más corto a la cima. Un abrazo, amigo. Puertollano te quiere.

Eduardo Egido Sánchez