Orí­genes del tenis en Puertollano

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Son las 18:25 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
Orí­genes del tenis en Puertollano

     El pasado 9 de mayo nos dejó Diego Álvarez de los Corrales. Siempre he sentido una honda admiración por su persona. Una admiración incontaminada por el paso del tiempo. Incorruptible. Diego dejó huella en cuantos tuvimos la suerte de compartir parcelas de vida con él. Su presencia no pasaba inadvertida porque de inmediato  mostraba una forma de hacer las cosas que perseguía la excelencia, la obra bien hecha, que es el más alto valor del quehacer humano. Y, junto a ello, Diego era un trabajador infatigable, exigente consigo mismo y generoso con los demás.

     Conocí a Diego a finales de los años sesenta del pasado siglo, cuando comencé a cultivar una afición al tenis que no ha dejado de crecer con el tiempo. El tenis había sido puesto en el mapa del deporte español por Manolo Santana que a mediados de esa década ganó cuatro torneos del Grand Slam: Roland Garros (dos veces), Wimbledon y el abierto de Estados Unidos, algo inconcebible en aquella época. Al rebufo de esas gestas, la práctica del tenis comenzó a extenderse en nuestro país aunque prácticamente no existían instalaciones adecuadas. En Puertollano solo existían las  pistas de Enpetrol: dos de tierra batida en la piscina de ingenieros y una de cemento en el frontón a espaldas del campo de fútbol del Cerrú. Un grupo de aficionados nos iniciamos en el tenis en una pista improvisada en el patio del colegio salesiano, en la que hacía las veces de red una cuerda destensada de la que colgaban hojas de periódico. Luego se instalaron dos pistas de aglomerado en el gimnasio municipal. La primera vez que vi a Diego fue en la citada pista del frontón del Cerrú. Estábamos jugando con unas pelotas baratas que se deshilachaban en vez de perder el pelo gradualmente, de manera que las bolas semejaban en sus desplazamientos cometas con generosas colas. De improviso apareció un hombre que, tras observarnos un breve tiempo, sacó de no recuerdo dónde un bote de bolas Dunlop Fort y sin apenas mediar palabra nos lo regaló.  De eso hace casi cincuenta años y el recuerdo permanece nítido. Las bolas Dunlop Fort eran palabras mayores. Luego supe que ese hombre era Diego y ese gesto el primero de una generosidad que se mantuvo intacta a lo largo de toda nuestra relación.

     Los “tenistas del pueblo” admitíamos la superioridad de los “tenistas del poblado de Calvo Sotelo”. Y entre los del poblado sobresalían dos nombres cuyo juego orbitaba a una altura inalcanzable: Diego y Ramón Lara. Con el paso del tiempo, compartí con uno y otro muchas tardes de domingo invernales en las pistas de tierra batida. Jugar en esa superficie era un lujo al alcance de pocos. Me viene a la memoria el agradecimiento, respeto y afecto que siempre he sentido por estos dos hombres singulares, la amabilidad que me brindaban y todo lo que hicieron porque me sintiera cómodo en un espacio – la piscina de ingenieros- que no era el mío. Para entender esto, hay que situarse a comienzo de los años setenta.

     La afición de Diego por el tenis no tenía parangón, creo que disfrutaba como nadie practicándolo y organizando torneos. Puso en marcha los primeros campeonatos locales, provinciales e interprovinciales en su calidad de delegado provincial de tenis. El trofeo “Challenge” que aún organiza Repsol fue su última obra bien hecha. Resultaba palpable el respeto que le prodigaban en la federación castellana de tenis, personalizada en su propio presidente, Javier Belzunce.

 Como delegado velaba porque los torneos se desarrollasen con estricta sujeción al reglamento. Realizaba personalmente los sorteos y con su caligrafía de monasterio confeccionaba el cuadro de emparejamientos. Fue al primero que le escuchamos hablar del término “cabezas de serie” que designaba a los jugadores que ocupaban, según su clasificación, determinadas posiciones del cuadro. El tenis de toda la provincia de Ciudad Real le debe a Diego Álvarez de los Corrales su razón de ser, y su opinión se tenía por incontestable en cuantos asuntos sometían a su criterio. Además, escribía para el diario Lanza las crónicas de los torneos de tenis, firmando con el seudónimo  “Deuce” por el parecido fonético que este vocablo inglés guarda con su nombre, ya que “dius” suena próximo a Diego. Su relevo, tanto de delegado provincial de tenis como de cronista, lo tomaría otro “loco” del tenis, el querido Pepe Belló, que firmaba sus crónicas como “advantage”, es decir, ventaja frente al significado de iguales de Diego.  

     Si hablamos de Diego como tenista, hay que señalar que fue el primer campeón provincial, en torneo que se jugó en las ya citadas pistas de tierra batida en 1971, derrotando en la final a quien escribe este artículo. Se lo merecía más que nadie en atención a su nivel de juego y a su entrega al mundo del tenis. Enfrentarse a él resultaba incómodo porque cortaba invariablemente sus golpes, tanto de derecha –drive se decía entonces- como de revés. Poseía un saque ortodoxo y potente que le animaba a subir a la red. Era muy respetuoso con las tradiciones del mundillo del tenis, particularmente con la vestimenta, por lo que siempre vestía de blanco impoluto. Al margen del tenis, era una persona singular de la que cabía esperar el mejor detalle: cuando se presentó mi novela “El halcón peregrino” se confundió en la fecha del acto y me llamó de inmediato para lamentarse por ello; esa misma noche me presenté en su casa con un ejemplar de la novela dedicado, gesto que agradeció extraordinariamente. Pocos días después se presentó en mi domicilio para obsequiarme una joya literaria, el libro “Todo queda en casa” de Alice Munro, escritora canadiense que recibió el premio Nobel en 2013.

     Queda dicho que jugué muchos partidos de tenis con Diego, que sin excepción exigían un redoblado esfuerzo para mantener las espadas en alto. Realicé numerosos viajes en sus coches, primero un Seat 600 y después un Seat 124, acompañados de su esposa, Antonia, tan dulce y afectuosa que se ganó el diminutivo cariñoso de Antoñita, y de sus hijos Diego y Antonio, con los que improvisábamos juegos en el coche para entretener los trayectos y para que dejaran de incordiar. Añado ahora que con Diego y su familia me sentía precisamente así, en familia, y que guardo un recuerdo inmejorable de todos ellos. Por eso, querido amigo, siempre ocuparás un lugar destacado en mi nómina de afectos. Por eso, respetado Diego, hay tantas personas en las que has dejado una huella indeleble por tu recta conducta y tu perseverancia en adecuar tus actos a la forma natural de las cosas. Un abrazo y hasta siempre

Eduardo Egido Sánchez