En los buenos tiempos, cuando las horas veloces, no faltaban sitios para veranear en Puertollano, para pasar una alegre mañana chapoteando en alguna charca y así mitigar los rigores de la canícula. La elección no resultaba sencilla porque todos ellos se presentaban como una tentadora promesa para acoger a la aniñada tropa que caminaba resuelta por las carreteras parcheadas y los polvorientos caminos. Tan difícil de elegir como si nos hubieran obligado a escoger entre los héroes de nuestras publicaciones favoritas: El jabato, El guerrero del antifaz, El capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín, El coyote…Tan difícil de elegir como si nos pusieran ante los ojos –mejor, la boca- algunas delicias de la pastelería y solo pudiéramos zamparnos una: la milhoja, la torta de chicharrones, el mojicón, el merengue, la resequilla…Qué suerte tener al alcance tantas ofertas aun cuando costase tanto ahorro poder alcanzarlas.
Afortunadamente, disfrutar de un buen chapuzón salía gratis. Solo era necesario levantarse algo más temprano de lo habitual, quedar con la pandilla en la fuentecita de la confluencia de las calles Ancha y Cruces y estar dispuesto a caminar un buen trecho hasta el punto de destino. Así, para alcanzar la tabla del río Ojailén aledaña a la barriada del Muelle de María Isabel había que salvar una distancia de tres kilómetros, metro arriba, metro abajo. Caminábamos ligeros por la carretera de Asdrúbal, pasábamos frente al edificio de cemento en cuyo frontal rezaba “PREMECASA” y alcanzábamos el viejo puente sobre el Ojailén, donde girábamos a la derecha y seguíamos por la orilla del río unos ciento cincuenta metros. Allí, entre juncos, disponíamos de una tabla de mediana profundidad cuyas márgenes estaban cubiertas de carbonilla. Pelillos a la mar, nos deslizábamos por la fangosa pendiente hasta dar con nuestros cuerpos recalentados en el agua. Hay que aclarar que el bañista disponía de dos opciones indumentarias, los calzoncillos o el culo al aire, precursores estos últimos sin saberlo del naturismo fluvial.
El segundo destino turístico estaba próximo al anterior. Alcanzado el puente sobre el río, seguíamos por la carretera en dirección a la barriada de Asdrúbal un centenar de metros y tomábamos un sendero a la izquierda que, tras recorrer trescientos metros, nos conducía a los “descubiertos”. Se trataba de un profundo socavón inundado de una mina abandonada, aún hoy visible, uno de cuyos lados descendía suavemente hasta el nivel del agua a modo de playa. Corría la leyenda, tal vez cierta, de que resultaba peligroso zambullirse en aquella balsa debido a la existencia de remolinos provocados por los hundimientos subterráneos de las galerías de la mina. Ello no impedía que los más osados hicieran caso omiso y disfrutaran de aquella vasta extensión acuática. Incluso, los más temerarios se lanzaban desde las escarpadas pendientes del socavón y se forjaban una aureola de héroes domésticos.
Para llegar al puente de la eléctrica tomábamos la carretera de Córdoba hasta rebasar el Terri y las instalaciones de la Sociedad Minera Metalúrgica de Peñarroya (SMMP) y poco más adelante girábamos a la izquierda por un camino que desembocaba directamente en el puente. Allí, el río Ojailén formaba una tabla muy aparente y, si la memoria no me engaña, el agua permitía ver el lecho de cantos rodados. La ligera pendiente de una de las márgenes resultaba pintiparada para tumbarse a pierna suelta y dejarse entibiar por el sol. Este lugar resultaba particularmente acogedor por su silencio, sus aguas claras, el olor de las plantas de ribera y su espacio abierto. Tumbados a la orilla con los ojos cerrados la vida se aquietaba y palidecían todos los deseos.
Si en vez de girar a la izquierda tras rebasar el Terri, continuábamos carretera de Córdoba adelante hasta pasar entre los “muros” (vestigio de un proyecto ferroviario fracasado) y torcíamos a la izquierda poco después de cruzar frente a una pequeña huerta, nos dábamos de bruces con elcharcón de la mina “La Pepita” una poza reducida pero suficiente para obsequiar con un refrescante bañito. En una ocasión, un amigo logró disponer de la burra de su padre para nuestras correrías y la utilizamos para este recorrido. Se trataba de un animal de buena alzada en cuyo lomo tomamos asiento tres privilegiados jinetes que nos dedicamos a hacer el tonto sin parar hasta que se rompió la cincha de la albarda y dimos con nuestros huesos en el suelo. Una excrecencia carnosa en el codo izquierdo me recuerda el episodio.
Por la parte opuesta de la ciudad también existían lugares de sana expansión. El quinto del tío Pedrillo se hallaba tras las pocitas de Almodóvar, en la falda de la sierra donde hoy se asienta, más o menos, la colonia de Ciudad Jardín. Allí había una poza ganadera de agua turbia y recalentada a la que no hacía ascos nuestro espíritu mesetario que tenía el agua en tan alta estima como la cultura árabe. Dejamos de visitar este balneario debido a la actitud de un abusivo pastor que pretendía cobrarnos una peseta por permitir el baño. Para burlar sus expectativas, teníamos la opción se seguir caminando por la traza de la vía del trenillo de la “estrecha” que conducía a la vecina población y a las minas de san Quintín, rebasar el molino harinero y desembocar en la laguna de Almodóvar, cuyo cráter volcánico acogía la visita de decenas de turistas comarcales hasta el punto de que se instalara en las buenas temporadas un acogedor chiringuito. Sus aguas tenían la propiedad de teñir de un tono terroso los calzoncillos.
Hemos dejado para el final el paraíso local acuático. Para acceder a él, la pandilla tuvo que esforzarse en buscar la chatarra necesaria que, una vez vendida, nos permitiera adquirir las entradas y gozar de sus tan pregonadas delicias: la piscina “La isla”, más conocida como piscina Solís, situada en la calle Menéndez Pelayo. También hubo que desechar los calzoncillos y alquilar un bañador en la propia piscina. El día elegido para cumplir el propósito amaneció nublado y fresco pero nos resultó imposible posponer la fecha porque el deseo no admitía demora. No dábamos crédito a nuestros ojos cuando contemplamos aquel rectángulo de agua cristalina que permitía ver un fondo de baldosines minúsculos y azules incluso en la zona más profunda. Un fondo sin piedras ni raíces que lastimasen los pies, sin fango que enturbiara el agua, sin hoyos que hicieran peligrosa la zambullida. La piscina “La isla” era un oasis líquido en el desierto de la ciudad polvorienta. Un amigo acertó de lleno cuando, ante la vista de aquella superficie azul, sentenció: “dan ganas de ahogarse”.