Viernes Santo 2020

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Viernes Santo 2020

Diez de abril de 2020. Viernes Santo. El día amanece plomizo, todo el cielo que se alcanza a divisar desde el balcón está cubierto de una lámina grisácea, sin apenas matices. Quizá llueva, quizá no. Es lo mismo, no tiene importancia. En la calle reina un silencio sobrecogedor. Nadie pasa. Ningún otro ruido hay en las calles. El ánimo se tiñe del color de la jornada. Y se presenta, como cada mañana, la necesidad de superar el nuevo día, cuyo aliciente principal no es otro que dejarlo atrás, tachar otra fecha del calendario. Llevamos casi un mes confinados en casa, obligados por un enemigo invisible a simple vista pero mortífero e imprevisible. Un mes en casa levantando barreras al virus.

     Es Viernes Santo. Las efemérides del ciclo anual llegan a despecho de los contratiempos. Pero este año, la celebración no se muestra con la cara que la identifica, esa que todo el mundo ha visto siempre hasta donde es capaz de recordar. Este año la conmemoración comparece, en cambio, con los atributos sombríos de la jornada. Así será en todo el mundo. No es imprescindible tener creencias religiosas para emocionarse con el simbolismo de esta celebración: la muerte de un hombre para trascender su condición humana y  salvar a la humanidad. Quizá nos vengan a la memoria los recuerdos infantiles, el modo en que sentíamos el misterio de los acontecimientos del Viernes Santo. Los estudiamos desde la escuela y a esa edad todo se impregna de manera indeleble. Quizá este año en que las circunstancias han borrado las manifestaciones populares en las calles rescatemos con mayor intensidad nuestra mirada de niños.

     Tras la mirada desde el balcón para contemplar la cara del día, hay que enfrentarse a las lentas  horas que nos esperan. Se trata de despojarlas de su lentitud. Un lema nos puede ser útil: vaciar el pensamiento y llenar el tiempo. Ninguno de los dos propósitos es sencillo, requieren un esfuerzo sostenido. Puede ayudarnos, mantener las rutinas diarias, comenzando por levantarse y acostarse a las horas de costumbre. Empezamos por el ejercicio físico. El pasillo de casa es largo y se prolonga con el salón y el cuarto de estar; suma así casi una veintena de metros. Media hora arriba y abajo supone un buen trecho; después quince minutos de ejercicios gimnásticos. A continuación, se repite la media hora de la caminata y el cuarto de hora de ejercicios. Hora y media en total. Cuesta menos trabajo cumplir con la actividad física que alejar durante ese tiempo los negros pensamientos provocados por las malas noticias de cada día. El miedo de la triple crisis sanitaria, económica y social. Datos demoledores que vuelven una y otra vez a presentarse y que requieren de una firme entereza para apartarlos.

     Acto seguido, nos ocupamos de las tareas domésticas. Con toda la familia en casa permanentemente, no faltan cometidos. En este apartado cada uno, si es posible, elegirá lo que mejor le vaya. Por lo que parece, la cocina es la tarea que se presenta más atractiva, en particular la repostería. Quien no sea muy ducho en el apartado doméstico, descubrirá que cualquier actividad exige toda su atención y ello facilita alejar la preocupación por la catástrofe que nos embarga. Cuanta mayor concentración requiera la actividad que emprendamos, mejor nos aislaremos de las negras ideas recurrentes.

     Voces expertas aconsejan huir de la exposición permanente a la información. Y no digamos a las falsas noticias. Con el paso del tiempo, los grupos de whatsApp van perdiendo intensidad, especialmente de vídeos inapropiados y noticias catastrofistas difíciles de corroborar. Es un alivio. Este sistema de comunicación puede ser una ayuda de primer orden o un martirio innecesario. Hay que discernir entre lo uno y lo otro. Por supuesto, hay que mantenerse informado y elegir para ello canales fidedignos. Al comienzo del noticiario se asiste conteniendo la respiración, esperando que las cifras del día sean mejores que las de la jornada precedente. Por desgracia, los datos de contagios y muertes apenas dan tregua. Más alentadores son los casos de personas que han superado la enfermedad, que abren un resquicio a la esperanza. En el momento actual, aún queda un largo recorrido para superar la emergencia  y duelen las cifras de personas fallecidas, que suponen un terrible tributo. Nadie hubiera podido imaginar que en la época actual sufriríamos una pandemia de intensidad tan pavorosa.

     La segunda parte del día, las ya largas tardes de primavera, pueden ser el momento de satisfacer las aficiones personales y, en particular, las recreativas. No resulta sencillo abstraerse de la preocupación y centrarnos en la lectura, en la escritura, en las labores manuales, en los contenidos de la televisión, en los juegos domésticos. Pero cualquiera de esas ocupaciones resulta más eficaz que la inactividad. El miedo continúa atento a asaltarnos, a atormentarnos con sus oscuros presagios. Hay que levantar barreras, deben servirnos de consuelo nuestros atributos más nobles.

     Y llegan por fin las ocho de la tarde. El momento de salir a las ventanas y balcones para aplaudir al colectivo que más duramente se ha entregado a preservar nuestra vida, el colectivo que ha convertido los hospitales en castillos donde hacerse fuertes frente al enemigo, las personas que más riesgo asumen para defender nuestra salud. Es un homenaje minúsculo pero debemos mostrarles que les agradecemos de corazón su lucha. Y, junto a ellos, otros colectivos que también hacen posible que podamos mantenernos en casa con las necesidades cubiertas, con la seguridad de que velan para que nuestra existencia no sufra un descalabro más grave. No se puede contener la emoción mientras aplaudimos día tras día. Sin duda, el homenaje de los ciudadanos no se limitará a esta muestra de agradecimiento. Será, sin duda, más contundente, sin escatimar las acciones que dejen testimonio de su entrega.

     Hemos de sobreponernos a este paréntesis dramático en nuestras vidas. Todavía queda mucho que superar, demasiado miedo que vencer. Los mensajes de ánimo se multiplican. Nos hacen falta. La tarde de este Viernes Santo ha sido soleada, el cielo ha abierto la cubierta gris y el azul ha ganado espacio. El ánimo brumoso de la mañana se ha iluminado algo por la tarde. Las cosas se ven de otro modo si el sol está en lo alto. Creo que un final apropiado para esta crónica es el modo en que el escritor Samuel Beckett finaliza su novela “El innombrable”: Hay que seguir, debo seguir, voy a seguir.

     Mucho ánimo para secundar el propósito.

Eduardo Egido Sánchez