Elías era, siempre había sido, su mejor amigo. A Diego, encumbrado poeta de reconocido prestigio, le satisfacía sacrificar su tiempo haciéndole compañía durante sus últimos días, quizás semanas, mientras sustituía la presencia del hijo y único familiar de Elías.
En aquel dormitorio terminal, compuso Diego una elegía: su más inspirada lírica en un poema de ocho versos, octosílabos perfectos para su amigo. Qué oportuno resultaba, en cierto modo, su inminente fallecimiento. Ya imaginaba la solemne ceremonia con el recio eco de su voz recitando sobre las balsámicas notas nostálgicas de un violonchelo.
"A-mi-go", acertó a articular Elías aquel día, no sin llevar a cabo un esfuerzo inhumano. A Diego le pareció una imagen deplorable y angustiosa. Su enérgico amigo, que tanto había alardeando de su superioridad física, apenas podía ahora respirar. Nunca supo interpretar si con aquella última mirada, Elías adivinó o le indujo a cometer tal acto. Diego plegó la almohada con determinación sobre la cara de su amigo hasta que éste dejó de respirar.
El hijo llegó unos minutos más tarde, acuciado por la tragica, si bien previsible, muerte de su padre. Llegó con un gesto compungido que apenas solapaba un tenue hálito de alivio. Durante el funeral, Diego leyó la elegía hasta el octavo y último verso, en el que un brevísimo ahogo emocional enturbió su porte de entereza ante la muerte de un ser querido, lo que no fue óbice para dejarse agasajar por una más que merecida ovación.