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Fotos antiguas…

 

Por Antonio Carmona Márquez

 

Hoy ha sido uno de esos días que encuentras algo que ni siquiera te habías planteado buscar. Esta foto, publicada por el periodista José Ángel Pérez, muestra el piso donde nací y viví casi ocho años. Eran los tres últimos edificios del casco urbano de Almería en el barrio del Zapillo, junto al mar y la carretera de Cabo de Gata, pertenecientes al INI, lo que más tarde se denominaría Compañía Sevillana de Electricidad. Eran los edificios de “La Térmica” construidos muy cerca del barrio de los pescadores. Más allá, hacia el este, en dirección al Cabo, no había más ciudad, solo cañaverales, cortijos, la boquera y los bancales. A veces jugábamos a doblar las esquinas conscientes del enérgico viento que allí aguardaba incesante a que nos asomásemos. Nos deteníamos en nuestro parapeto a escuchar su frenética respiración. Entonces salíamos de repente al otro lado de la esquina e inclinábamos nuestros cuerpos en contra del sentido de su soplo. Cerrábamos los ojos para evitar que nos entraran los minúsculos granos de arena, e imitábamos a nuestro amigo “Locomotoro”, el de la tele, desafiando con aquella postura la ley de la gravedad. Si el viento hubiese dejado repentinamente de soplar, nos habríamos dado de bruces contra el suelo. Pero el viento nunca dejaba de soplar allí.

Eran dos edificios con amplios balcones, perpendiculares a la línea costera. Y otro más grande que los anteriores que albergaba infinidad de viviendas de reducidas dimensiones. Ese era el de los “obreros”. Entre los tres componían una plaza en forma de herradura con las puntas orientadas al mar. Solo había que cruzar una estrecha carretera llena de parches alquitranados para llegar a la playa. Una playa de barrio, sin apenas turistas ni sombrillas. En este último edificio vivía mi amigo Almécija. Algunos días me invitaba a subir a su piso en una cuarta planta sin ascensor. Las paredes de las escaleras y pasillos de las zonas comunes estaban desconchadas, y siempre se oía algún grito de una madre, niños llorando, el chup-chup de una olla con estofado en sus entrañas o el portazo ocasionado por las repentinas corrientes de aire.

Su padre coleccionaba caracolas y conchas marinas. Me enseñaba unas cajitas transparentes de plástico y frasquitos de cristal llenas de bivalbos y caracolas con las formas y colores más inverosímiles. El padre de mi amigo mantenía correspondencia con otros coleccionistas que incluso vivían en exóticos países lejanos, para intercambiar conchas y hacer así aún más variada su colección. Con unas gafas de bucear, un tubo y un pincho, atrapaba especímenes que ya hubieran querido para sí alguno de los pocos visitantes nórdicos, mucho mejor equipados para bucear.

Jugábamos en aquella playa terrosa. Buceábamos agarrados a pesadas piedras para caminar por el fondo marino. En aquel mágico mutismo veíamos almejas y coquinas, tapaculos, peces araña, estrellas y caballitos de mar. A día de hoy no hay nada de eso. Jugábamos a ser Dan Defensor o el Capitán América. Mi preferido era aquel Tarzán que mis padres me llevaban a ver al cine Bahía. Me convertía en un Johnny Weissmüller que corría por los bancales a través de una selva de maizales. A veces me apropiaba de alguna panocha que entregaba como trofeo a mi madre. Un Tarzán desubicado que chupaba cañadú, se revolcaba en el rompeolas y fantaseaba con lo que habría más allá de aquella sierra llamada Alhamilla. Más tarde lo descubriría. Pero eso ya es otra historia.

Antonio Carmona