Que sea la última vez que suena un piano de cola en el chiringuito de una playa. Un piano de cola con voz desgarrada de algas secas, en la orilla de un mar sin graznido de gaviotas. Esta es la última vez que un cúmulo gris de nubes se atasca en Sierra Alhamilla. La última vez que pasa y somos testigos.
Entre tanto, un furgón blanco encuentra aparcamiento a la orilla de un desierto diminutamente florido. Esta es la última vez que sale del furgón —bajo el cúmulo gris, frente al horizonte apocalíptico, impregnada de piano, barnizada de reflejos furtivos— una mujer morena con cuerpo de violonchelo herido, con cabellera altiva de fragancia que madura. Esta es la última vez que reímos como si fuera la primera.
El rompeolas jamás renuncia a su protagonismo. Esta es la última vez —quizás la única—, aunque haya durado un segundo, que he comprendido su inenarrable ritmo, su indescifrable algoritmo. Esta es la última vez que te lo digo: estamos en la antesala del fin del mundo.