Las covachas estaban muy cerca, al lado del pueblo, en el cerro de Santa Ana. Y sobre todo en aquellos tiempos, cuando éramos capaces de subir las pendientes más rápido de la que ahora las bajamos. Allí tenían lugar nuestros conciliábulos. Allí nos reuníamos unos cuantos amigos en cualquier época del año. Nuestros padres no sabían, por supuesto, donde estábamos.
Tampoco les preocupaba demasiado, la verdad. Éramos un grupo de niños que ya dominaba el arte del fuego: fogatas malolientes, pestazo a chamusquina, hogueras de gamberretes asilvestrados, alimentadas de cualquier cosa que ardiera. “¡Pero dónde has estado hijo con ese olor a zorruno!” Ese tufo que enmascaraba el de los cigarrillos, nuestros primeros cigarrillos con el sabor tan atractivo que tienen las primeras bocanadas de lo prohibido, de libertad, de hago lo que me da la gana.
Desde los peñones mirábamos nuestro pueblo y nuestro gran colegio tan pequeñito allí abajo. Lo observábamos todo con el poder que te concede la altura de miras. Desde allí, nada parecía tan pavoroso.
Debajo de aquella boina de contaminación se debatían miles de vidas en busca de lo que todos buscamos y que la mayoría de las veces ni siquiera sabemos muy bien qué es. En la bocana de la covacha encendíamos nuestra hoguera y confesábamos, sin apenas darnos cuenta, nuestras angustias. Cada uno de nosotros, de su padre y de su madre, mostrando un poquito de sí mismo.
Conocíamos tan bien nuestras debilidades que no dudábamos en hacernos daño cuando la ocasión así parecía requerirlo. Ningún adulto intervino jamás en nuestras disputas. Ninguno de nosotros lo habríamos consentido. Sí, a veces hemos sido crueles precisamente con nuestros mejores amigos. Creo que nunca he pedido ni me han pedido perdón por ello, pero supongo que el hecho de seguir siendo amigos, después de tantos años, es la mejor prueba de perdón.