La Naturaleza es el origen inequívoco de la Lengua. Qué necesarias son las palabras para distinguir entre el viejo y el mar, el mar y el río, haciendo así, con todo ello, una metáfora de lo que muere y lo que aún podría seguir vivo. Palabras para escalar la montaña mágica y divisar desde allí esa alargada sombra del ciprés, o esperar junto al olmo centenario y polvoriento, quién sabe si a los aceituneros altivos o al verde viento.
Esta Naturaleza convulsa, con sus diez tipos de lluvia y nieve, con tanto gozo y tanto pozo, que tan bien huele y tanto duele, que te acoge, te sustenta y tantas veces te estremece.
Qué sería de nosotros sin la Naturaleza. Qué sería de la Naturaleza sin nosotros. Hay quien dice que le iría mejor: no tardaría en anegar el Arca de Noé, la ciudad de Troya y la Catedral del Mar. Qué sería de la Naturaleza sin los hombres. Disolvería, entre raíces y zarzas, el Empire State, KIO con sus dos torres y el Castillo de Kafka. Pero entonces, ¿quién describiría esa Naturaleza sin palabras ni nombres?