Preparas un destino, planificas un objetivo, argumentas una razón por si alguien te pregunta, más que nada… con el fin de que tus actos sean considerados lógicos, para justificar empinados tramos de pedriza y bosque mediterráneo que desgarra, que pincha, que se eriza, que a veces parece que no te quiere. Siempre desentrañando ese paisaje tan anhelante de agua, tan sonoramente agradecido al agua, que hace del agua una voz en rumor destilando ensueños cristalinos en sol mayor.
Preparas un destino, planificas un objetivo, argumentas una razón y la brindas al compás de tus pasos, al diálogo loco en tu interior, mientras buscas referencias en las siluetas serranas de fría madrugada. Ya de vuelta a casa, se lo cuentas todo al niño: he visto salir el sol, he visto un nido en un balcón y un águila, y dos y tres, volando sobre la garganta. He visto un cervatillo triscando sobre almohadones de musgo, un árbol enraizado sobre un canto. He visto rocas haciendo malabarismos, he visto a gigantes petrificados bajo la luz del ocaso. El niño sonríe con mirada crédula llena de fe de infante, de esa fe que escucha y cree en todo aquello que le cuentan con cariño.
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