Por Antonio Carmona Márquez
Las ruinas son la derrota de una vida en huida, la decadencia ante el abandono triste e indolente al final de un camino sin perspectiva, el ocaso en pleno declive, la debacle de una historia que se desmorona y se desangra en vida, tejados desplomados que no soportan la inquebrantable fuerza de la gravedad, cuando su centro es este olvido de toponimias, este arquitecto improvisado de guaridas y nidos.
Podrías entrelazar tu vida, para siempre, entre los precarios muros de barro y canto en ruina, como hace el arbusto, como hace la enredadera. Y dejarte contagiar por la dulzura de su espíritu derrotista, mientras el amarillo de poniente pringa de atardeceres campos y lomas. Su luz materializa y espesa el aire, ralentiza el vuelo elegante de las aves y el pálpito de la arboleda.
Tenemos ruinas. Las ruinas son ventanas ciegas, hogar de chimenea devastado por fríos de ausencia. Pilares, jambas, dinteles esparcidos por el suelo como si fueran dados tirados al azar, dados empujados a rodar sobre el tapete hosco de nuestra tierra, dados lanzados al azar durante una febril apuesta, al “todo o nada”. Y ganó la nada, la quiebra, el colapso… La ruina.