Por Lourdes Carrascosa Bargados
Colocando la otra mañana un cajón de la cocina, encontré un pequeño embudo que trajo a mi cabeza recuerdos del pasado.
Cuando yo era una niña, la primera imagen al levantarme cada mañana era la de mi madre encendiendo la cocina económica. Abría el tiro y, luego, con un gancho de hierro, las tapas donde se hacía el fuego, ponían papeles arrugados de periódicos usados, que prendía con una cerilla. Después, colocaba astillas y, poco a poco, iba añadiendo el carbón, hasta lograr el fuego. No era una tarea fácil, pero sin ella no había ni leche, ni café, ni agua caliente.
El carbonero me asustaba. Me veo escondida detrás de mi madre, tirando de la esquina de su delantal para taparme la cara, viendo como ese hombre vestido de gris, de manos y cara tiznados de negro, se quitaba la gorra en señal de respeto cuando entraba, sobre sus hombros, el saco de carbón a la cocina. Fácil saber el origen del temido Hombre del Saco, con el que nos asustábamos los pequeños unos a otros.
La cocina no tenía ningún parecido con las actuales, de islas, grandes encimeras y modernos electrodomésticos. Además de la cocina de carbón, que llevaba incorporado un termo encastrado, estaba la pila, de un color gris y tacto rugoso, con su grifo dorado de llave, un mueble que hacía de despensa y lugar para guardar la loza, vasos, cubiertos, cacerolas, cazos y sartenes, nada que ver con los menajes de cocina actuales. Una pequeña nevera de barra de hielo, una mesa de madera con unas sillas y en una repisa en la pared, la radio. Detrás de la puerta de la cocina, de unos ganchos, colgaba la bolsa del pan y dos de la compra, una de red, otra de trozos de cuero en forma de rombos.
Mi madre, por ser yo la mayor, me mandaba con frecuencia a pequeños recados.
Con una taza de loza blanca en la mano, iba a Casa Paco, que era mi tienda favorita, a por tomate. El Señor Paco, como le llamábamos, pesaba la taza, ponía el tomate de una gran lata abierta y volvía a pesar la taza, me la daba y a mi casa. Entonces, al menos en las tiendas de mi barrio cercanas a mi casa, no se pagaba. Todo se apuntaba en la cuenta de mi madre y cuando mi padre cobraba, que lo hacía por semanas, no por meses, como ahora, se liquidaba la cuenta.
Otras veces iba con la botella para llenarla de aceite. El dispensador de aceite, eso sí que me parecía mágico, con un movimiento de la palanca, hacía subir el entonces verdoso aceite dentro del cristal y lo vertía en mi botella.
La tienda estaba llena de sacos de arpillera con judías, lentejas, garbanzos, harina, arroz. La venta se hacía al peso y ninguno de estos productos venían en envases individuales.
También había sardinas de cuba, que yo, en mi inocencia y con mi gran imaginación, no asociaba que se referían a la cuba en la que se almacenaban, sino que pensaba que venían de Cuba, lejano país donde nosotros teníamos familia. Aún veo a mi madre poner la sardina entre papel de estraza y aplastarla con la puerta. ¡Qué cosas! Ella me explicaba que así se le quitaba mejor la piel.
Sigamos con Casa Paco y su molinillo de café, con su ruido y olor característico, cuando por el cajón, salía el café recién molido. Recuerdo las tabletas de chocolate, que tenían puntos para tazas y platos, los botes de leche condensada, algo que, para mi entonces, era un manjar de dioses cuando alguno llegaba a casa.
La tienda de ultramarinos, que nombre tan bonito, tenía para mí el valor de una aventura.
Otras veces, ríase de la venta de alcohol a menores, me mandaban con la botella de vino o vinagre a la bodega. Esta me gustaba menos, sobre todo porque el olor, entre ácido y agrio, no era de mi agrado. En las paredes estaban las tinajas pintadas de color vino tinto, con su grifo. El tabernero con su mandil de rayas verdes y negras siempre preguntaba lo mismo: ¿Qué quieres, niña? “Que dice mi madre que me ponga medio litro de vino y un cuartillo de vinagre”. Llenaba la botella de vino con el grifo de la tinaja, tomaba una de las medidas metálicas y con un embudo, ponía el vinagre. Yo colocaba las botellas dentro de la bolsa de rombos de cuero marrón de la compra, aunque llevar la bolsa no me gustaba y a veces iba solo con la botella, hasta que un día me caí al volver para casa y me clavé un cristal en la muñeca dónde todavía queda una pequeña cicatriz.
Embudo, una palabra casi en desuso que antes se usaba para todo.
A la mercería perfumería llevaba el frasco para que me pusieran dos pesetas de colonia, unas veces era Varón Dandy si era el frasco de mi padre y otras colonia que entonces se llamaba de baño, para uso familiar. Mi madre tenía su frasco de Joya. La tendera tenía un embudo con el pico muy fino especial para los frascos de cristal que llevábamos a recargar y otro embudo con el que ponía laca al frasco de plástico con pulverizador que mi madre usaba para su peinado.
La mercería me gustaba por sus olores, pero sobre todo porque me quedaba embobada mirando a la mujer, siempre vestida de negro y con un pañuelo a la cabeza, que sentada en una silla con una mesa camilla delante y un potente foco, ponía en marcha un aparato para coger los puntos a las medias, algo que a mí me parecía una tarea muy difícil, pero que parece ayudó a salir adelante a muchas familias.
Puede que, de todas estas experiencias vividas, de esos recuerdos me viene el gusto por las tiendas antiguas o tiendas con sabor al pasado, que suelen formar parte de mis recorridos por las ciudades que visito, haciéndome ver cómo han cambiado las cosas. Entiendo que mucho, como en control sanitario, limpieza, se ha mejorado. En cuanto a cuidar el medio ambiente, antes se hacía mejor y sin darnos cuenta.
De todos modos, antiguos hábitos me llenan de bonitos recuerdos.