Por Lourdes Carrascosa Bargados
El lunes amaneció soleado y primaveral, parecía un día de esos que hacen disfrutar. Tenía programadas las cosas que iba a realizar, ya que el domingo por la noche regresé de un viaje, por lo que la primera actividad al levantarme fue vaciar la maleta y poner la lavadora. Después del desayuno y aseo diario, salí a mi caminata, pensando en ir a la clase de Gimnasia a la hora habitual y, al regreso del paseo, pasé a Carrefour Market a realizar una pequeña compra. Cuando estaba esperando en la cola para pagar, se produjo el apagón. Todos nos quedamos un poco extrañados, pero enseguida, supongo que tienen algún generador, volvió la luz y comenzaron los problemas: no era un tema de su sistema eléctrico, se había ido en más ciudades, no funcionaban los datáfonos, había que pagar con dinero, que por suerte tengo costumbre de llevar, por lo que pude hacer mis recados.
Al llegar a mi bloque, descubro que tengo que subir andando los seis pisos, por lo que decido irme directamente a mi clase con la compra, que no era pesada. Pero en el Centro de Osteomorfosis donde doy la clase, no había luz, por lo que se suspende. Vuelta a casa y primera dificultad: no funciona la luz, por lo que hasta el primer piso subo casi a tientas, luego, por fortuna mi escalera tiene ventanas y llego al sexto sin novedad, salvo el agotamiento por la falta de costumbre de subir tantos pisos, pero no puedo dejar de pensar en las personas con movilidad reducida ante este tipo de circunstancias.
Nos han hecho tan dependientes de la luz, de los teléfonos, que nos falta la vida misma si no los tenemos. Cocinar, lavar, calentar el agua o la comida, el reloj, la televisión, la Tablet, el teléfono, todo necesita de energía para su utilización.
Mi primera mirada al llegar a casa es por la ventana de mi cocina, desde dónde diviso el Complejo Petroquímico. Las antorchas están soltando humo negro, pero sé que eso, aunque no gusta, es una seguridad en emergencias, por lo que me tranquilizo. Saber cómo funcionan las cosas es importante y aporta calma.
Por suerte, tengo una ensalada de judías verdes que saqué del congelador al llegar la noche anterior y, con unos pocos ingredientes más, procedo a comer sin utilizar la cocina ni el microondas.
Compruebo que no tengo pilas para mi radio, algo que es fundamental para las personas que vivimos solas ya que es nuestro medio de información, de estar unidas al mundo, de tener la sensación de compañía. En malos y buenos tiempos existen los vecinos, y yo tengo una buena vecina a la que acudo y que me presta un transistor a pilas, de esos que se usaban antes y que permanecía guardado, casi inservible y olvidado en un cajón y que a mi curiosidad y soledad, le aportan tranquilidad al conectar con mi emisora favorita durante las horas del mediodía, acercándome la información sobre lo que sucedía.
Cuando veo que es hora de abrir el comercio, bajo cuidadosamente las escaleras para comprar pilas y una linterna. Curiosamente hay cola en el establecimiento, ya que hay mucha gente buscando baterías, aparatos de radio, velas, cerillas, elementos para sobrevivir al apagón.
Retorno a mi casa con la seguridad de estar ya preparada para pasar el tiempo que nos van indicando por radio de entre seis y diez horas para que el servicio se reanude.
A ratos funciona mi teléfono en el envío y recibo de WhatsApp, por lo que comunico con la familia y amigos más cercanos, procurando que todo sea breve para no agotar la energía para una situación de emergencia.
Se empiezan a dar explicaciones no muy claras de lo sucedido, al tiempo que se comenta el caos del transporte en las grandes ciudades, los problemas de la gente para la vuelta a sus domicilios desde los trabajos, recogidas de los niños en los colegios, los trenes que han quedado en medio de la nada, los problemas en los aeropuertos, comercios que no pueden echar sus cierres metálicos, lo que va a pasar con nuestros congeladores y comidas si no viene la luz, una tormenta de ideas tremenda, pero en medio de todo un comportamientos ejemplar de los ciudadanos.
Termino el día con unas velas en puntos estratégicos de mi casa y la imprescindible radio, hasta las doce que regresa la luz.
Experiencias como esta nos demuestran varias cosas: la primera es lo vulnerables que nos hemos vuelto con la modernidad; la necesidad que tenemos de disponer en nuestras casas de al menos cuatro cosas (pilas, radio a pilas, velas o linternas, con cerillas y algún elemento antiguo para calentar como hornillo de butano o alcohol de quemar). Me vienen a la mente esos comentarios de unas semanas atrás sobre los kits de emergencia. ¿Nos estarían advirtiendo? ¿Realmente vivimos en un país moderno? ¿Cómo pueden pasar estas cosas en el Siglo XXI?
Que las cosas antiguas y los conocimientos de las personas mayores se rechacen por la sociedad es un completo error. No podemos vivir solo con la tecnología, las redes, los influencers. Tenemos que tener apoyos personales, vida real, objetos eternos que nos permitan salir adelante en los malos momentos y que sean fiables.
Y lo orgullosa que me siento con la solidaridad de Puertollano y de Brazatortas, sus Alcaldes, trabajadores de los cuerpos de seguridad, asociaciones y otros miles de pueblos y ciudades españolas que ayudaron a enfrentar la crisis de las personas que estaban encerradas en los trenes, dándoles comida, agua, lugar para dormir, pero, sobre todo, compañía y fuerza para superar la dificultad. En cada situación catastrófica de las últimas vividas: Covid, Volcán de La Palma, Borrasca Filomena, Dana de Valencia, el pueblo ha dado un gran ejemplo.
Termino con el famoso verso del Cantar de Mio Cid “Dios, qué buen vasallo si tuviese buen Señor”, el tiempo ha pasado, pero la frase sigue vigente, los ciudadanos cumplen con su papel, pero se necesita mejorar la calidad y comportamiento de los señores.