Por Lourdes Carrascosa Bargados
Camino por Puertollano, pasados ya unos días de las recientes celebraciones festivas y al llegar al Paseo de San Gregorio, contemplo el árbol que nos que ha iluminado esa zona todos estos días pensando que no hay nada que se haga tan rápido viejo como un adorno navideño que, pasado el seis de Enero, está ya completamente fuera de lugar.
Mirando esa imagen, viene a mi memoria la presencia de ese reloj implacable en el paso de la vida que es el tiempo que convierte en antiguo lo que ayer fue nuevo.
A medida que pasa nuestra existencia, los días, los meses vuelan. Cada año tengo la sensación que avanza más rápido que el anterior.
Con doce o trece años soñaba con ser mayor, edad que entonces se refería para mí, a tener veinte primaveras, cumpleaños que identificaba con el momento vital en el que podría hacer lo que quisiera. Por desgracia, la experiencia me ha demostrado que no era tan fácil alcanzar esa meta ni conseguir la libertad personal, dependía del número de calendarios vividos.
Para mí, de niña, una persona de cuarenta años era ya mayor y los que entonces llamábamos ancianos, descubro sorprendida hoy que eran poca más mayores que yo en la actualidad. Curiosamente la percepción personal del tiempo cambia en función de nuestra edad cronológica.
Entrando ya en la vejez, los años parecen acelerarse, sintiendo que cada vez te quedan menos jornadas y que tu final llegará mucho antes de lo que deseas.
En realidad, los humanos nunca deseamos que se termine la vida, todos y cada uno de nosotros queremos ser eternos, por lo que engañamos constantemente a nuestra mente con miles de recursos para evitar pensar en el único futuro cierto que existe.
Ahora me pregunto, muchas veces, como se sentirían nuestros padres en esta etapa en la que vas viendo venir la muerte cada vez más cerca. Solemos hablar de miles de cosas sin importancia, pero las grandes conversaciones que vienen unidas a la supervivencia suelen quedar sin respuesta o sencillamente no llegamos a plantearlas nunca. Al menos no recuerdo haber tratado estos temas nunca con mis antecesores.
¿Qué se siente al ver aproximarse lentamente el final?
¿Cómo afrontas el perder a tus seres queridos, a tus amigos?
¿Qué experimentas ante el deterioro de la edad?
¿A qué tienes miedo?
Y las cinco grandes preguntas trascendentales:
¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos?
¿Adónde vamos?
¿Para qué estamos aquí?
¿Hay vida después de la muerte?
Cuestiones de difícil respuesta, aunque las religiones, filósofos, pensadores, científicos y escritores tengan contestaciones en diferentes sentidos y planteamientos. Quisiéramos todos la seguridad de conocimiento del lugar del que venimos y sobre todo de adónde vamos, pero, por desgracia, esas certezas no existen y o tienes fe en otra vida o de la nada volvemos a la nada.
Esta inseguridad es la responsable del miedo al futuro, cuando ya peinamos canas y pese a que la muerte no tenga edad, se hace más presente a medida que avanza el calendario y la experiencia de los que nos precedieron nos lleva a la certeza de que hay que seguir viviendo intensamente, sacando el mayor partido posible de lo que tenemos y vivimos, hasta que la corona de nuestro reloj se pare, de ese modo tendremos al menos la satisfacción de habernos deleitado de nuestro paso por el mundo.
El tiempo no para y aunque vivamos olvidando el futuro, añorando el pasado y casi sin disfrutar del presente, deseamos la inmortalidad, el permanecer, pese a que la vida es un corto lapsus entre dos instantes: nacer y morir.