Por Lourdes Carrascosa Bargados
Decía Santa Teresa que “Entre los pucheros anda el Señor” y yo, modestamente, añado que también los recuerdos y muchos placeres.
Mi primera evocación gustativa está asociada con un corrusco de pan, al que se le quitaba la miga, poniéndole un chorrito de aceite de oliva, una pizca de azúcar, se le volvía a introducir la miga, con lo que el bocadillo para la merienda era delicioso. Me veo con mi vestido infantil de vichy de cuadros verdes, bordado con un Bambi por mi madre, sentada en un escalón del portal en los primeros años de mi infancia. Algunos días el aceite era sustituido, siguiendo idéntico procedimiento con el trozo de pan, por una onza de chocolate, entonces bastante más terroso e insípido que el que tomamos ahora. Hoy sabemos que no contenía cacao, era de algarrobo, pero, fuera lo que fuera, a los niños de antes nos sabía a gloria bendita.
Ya escolarizada, al regreso de las clases, helada de pies y manos con las temperaturas de los crudos inviernos que teníamos antes, nada más delicioso que el olor a cocido que salía de la cocina y ese placer de la sopa de fideo calentita para entonar el cuerpo y después sus garbanzos, patata, repollo, el poco de carne y mojar el trocito de tocino, verdadero gusto, aunque regresar a la actividad escolar vespertina suponía un gran esfuerzo contra la somnolencia de la digestión. Tal vez por eso ese horario lo dedicábamos a las asignaturas de Hogar, Formación del Espíritu Nacional, Lectura y Biblioteca, de las dos últimas asignaturas queda una gran huella en mí, el resto, desaparecieron con mi desarrollo personal.
Durante mi infancia y adolescencia, en la casa de mis padres en invierno, se comía de cuchara: lentejas, garbanzos, judías, patatas guisadas, potajes y, de vez en cuando, mi madre hacía caldo gallego en homenaje a sus raíces, costumbre que mantengo.
Las cenas eran otra cosa: tortilla, verdura, pescado, sopas como las de ajo, tomate u otras.
Los niños de entonces no podíamos quejarnos, nos teníamos que comer lo que hubiera en el plato y si alguna vez nos rebelábamos, la comida volvía a aparecer en la mesa a la merienda o la cena, sin probar otra cosa hasta vaciar ese recipiente y su contenido.
En mi Madrid natal, la casquería era considerada manjar de dioses, ya que además de la riqueza en proteínas, de la que entonces no se sabía nada, era comer carne a precios más asequibles a los salarios de entonces, por lo que hígado, corazón, sangre, manitas de cordero o cerdo, callos, mollejas, etc estaban a la orden del día.
Algunos domingos o en fechas señaladas de celebración, como cumpleaños o santos, venía familia a comer a casa. El plato especial era pollo en pepitoria, con su exquisita salsa y patatas fritas en “cuadradítos” que estaban riquísimas y ojo, que antes comer pollo era algo especial, nada que ver con lo de hoy.
En Navidades el menú estaba establecido por costumbre. Para Nochebuena, además de algunos aperitivos, el plato principal era pescado al horno, besugo, cuando se podía u otra alternativa si el precio era inalcanzable. La comida de Navidad era lombarda y cordero. Nochevieja llevaba a la mesa sopa de marisco y pescadilla en salsa verde. Para Año Nuevo, sopa de picadillo y carne asada. Los dulces de Navidad nada que ver con tanta variedad como ahora: turrón duro y blando, peladillas y polvorones.
En Reyes no podía faltar el chocolate a la taza con su roscón, unido siempre a los regalos modestos que nos habían traído los Magos de entonces, menos pudientes que los de ahora.
Recuerdo olfativo es el olor del caramelo que salía de la cocina, cuando en ciertas ocasiones, mi madre elaboraba un flan, que era inmenso, nada de estos individuales de ahora, era un flan familiar, que volcaba en una fuente con fondo, donde quedaba nadando sobre delicioso caramelo, por el que peleábamos para que a cada uno nos pusieran más. ¡Y que contar de las cucharadas de leche condensada que robábamos cuando no nos pillaban!
Placeres y gratos momentos unidos a la comida.
En España celebramos todo comiendo y ojalá no se pierda la costumbre de trastear con los pucheros y obtener deliciosos platos. Además de lo que eso significa como riqueza gastronómica de cada una de nuestras regiones, cocinar es fuente de salud y también de economía doméstica, de la que nuestros jóvenes de hoy, a mi juicio, manejan poco. Cierto es que hacer la compra y guisar en casa, supone un esfuerzo, pero si te acostumbras a cocinar, a congelar, todo se hace más sencillo y tienes la seguridad de comer siempre sano y de calidad, además de que damos buen uso a los productos que tenemos de cercanía y nos aseguramos de nuestro bienestar.
Ojalá se mantengan nuestras costumbres gastronómicas ya que, si nos dejamos llevar por la comida basura, que nos viene de otros países, perderemos una de nuestras grandes riquezas y empeoraremos en salud.