Por Lourdes Carrascosa Bargados
Hoy voy a abandonarte. Se que es triste, pero así es la vida. Me queda darte las gracias por tantos años de compañía, de formar parte de mi historia personal.
Llegaste a mi vida una mañana de domingo madrileño, un día soleado de la primavera siempre castiza del Rastro.
Hacía tiempo que mi madre me machacaba con la necesidad de que me comprara algo para guardar las cosas que me iba preparando para mi futura vida.
Era el año mil novecientos setenta y nueve y en toda España, pero en mi Madrid en concreto, permanecía la costumbre de ir poco a poco preparando las cosas para cuando te casabas.
Todos los meses iba gastando mi madre de mi sueldo un dinero en telas para sábanas que luego llevaba a la bordadora. Sábanas blancas, azules, amarillas, verdes, bordadas con adornos florales, iniciales, juegos de toallas de colores, también con bordados de flores o letras, paños de cocina, mantelerías, ajuar que entonces se pensaba necesario para cuando te casabas.
En esos tiempos no sobraba el dinero y había que hacer las cosas despacio.
También los regalos que recibías por los cumpleaños o Reyes, tenían que ver con el futuro: mantas, cubertería, cafetera, ollas, juegos de vasos, vajilla. Ya lo importante era tu casa del futuro y no tú.
Esa fue la razón de comprarte y llevarte a mi habitación, para guardar en tu interior todas esas cosas que se iban almacenando en mi armario y que ya no me dejaban colocar la ropa.
Te compré ese día acompañada por mi novio y, como entonces no había coche en mi familia, tuvimos que coger un taxi para que te llevara hasta mi casa.
Antes de la boda dejaste Madrid metida en el maletero del coche de unos buenos amigos, llena de ropa y cacharros para venirte a Puertollano conmigo y, después de la boda, durante unos años, continuabas llena de mantas y ropas.
En el año 1986, a la espera de la llegada de mi hijo, cambiaste a su dormitorio y te ocupaste durante años de tener custodiados los juguetes del niño.
Con los años, mi vida se volvió más solitaria y tú viniste conmigo del cuarto de mi hijo al dormitorio que decidí usar para mí, convertida en mesita de noche, guardando en tu interior recuerdos de toda una vida.
Has estado conmigo cuarenta años, gran parte de mi vida.
Ahora, ya agotada por el paso del tiempo, los cambios bruscos de temperatura y algunos ataques a tus esquinas de mis gatos, mi cesta de mimbre, se ve obligada a jubilarse.
Siento que no es justo, no pagamos bien a los objetos que comparten nuestra historia vital, pero unos muebles nuevos pasan a formar parte de mi casa ahora y no tengo sitio para que sigas conmigo.
Te bajo al contenedor con pena y agradecimiento por el buen servicio que has hecho estos años a mi lado y con una pizca de tristeza y nostalgia por todo lo que hemos compartido.