Por Lourdes Carrascosa Bargados
Intento buscar una palabra para definir la riada de Valencia y Albacete: horror, angustia, muerte, dolor, ruina…. Habría miles para lo visto, pero no hay palabras para describir lo que miles de españoles han vivido.
En unas pocas y terribles horas, cientos de personas lo han perdido todo: la vida, a sus seres queridos, casas, enseres, coches, empresas, colegios, iglesias, comercios, trabajos.
Junto al horro de todo lo ocurrido y de lo muchísimo que queda por venir y por luchar una idea se confirma cada nuevo amanecer: las Administraciones no han estado, ni están a la altura.
Ni el Gobierno, ni la Administración Autonómica, tan solo, algunas administraciones locales se han puesto a trabajar por sus vecinos desde el minuto cero.
Todas las Administraciones tienen el deber de velar por el interés general. Parece que, desde hace quince años, duerme el sueño de los juntos en un cajón, el proyecto de remodelación necesario para que esta catástrofe se hubiera evitado. No hay excusas, en otros países con democracias de larga tradición, todos los responsables de todas las Administraciones ya estarían fuera de sus bien remunerados cargos.
En segundo lugar, la primera ayuda, una vez ocurrido el desastre, ha llegado tarde. Y eso es un hecho sin discusión. Siguen siendo responsables el Gobierno Nacional y el Autonómico que, en lugar de gastar sus energías en ponerse codo con codo a poner remedio de manera rápida, dejando fuera sus ideologías, de las que yo dudo, ya que creo que se agarran a sus cargos más por cuestiones económicas y de poder, pelean por echarse en cara de quién es la culpa. Vergonzoso.
Cierto es que ahora están trabajando Ejercito, UME, Bomberos, Protección Civil, Cáritas, Cruz Roja, y muchas otras organizaciones de diversos profesionales para ayudar, pero, dada la magnitud de la catástrofe, se necesita mucho más para ir saliendo de este horror.
Se que se habla de ayudas, de subvenciones, confío que no tarden tanto como las establecidas para Lorca cuyo terremoto tuvo lugar el once de Mayo de 2.011, o la erupción volcánica de La Palma el diecinueve de Septiembre de 2.021, muchos de cuyos afectados, pese a los años pasados en ambos desastres naturales, todavía no han visto un euro de lo prometido.
En estos días de duelo y desesperación, solo el esfuerzo de miles de manos de todas las edades, ideologías, religiones, de esos miles de voluntarios que han dejado sus casas, sus trabajos tomando días de vacaciones, formando inmensas colas con sus botas, mascarillas, escobas, rastrillos o lo que han encontrado para ayudar, solo ellos, han estado y están a la altura.
Emociona hasta hacer saltar las lágrimas ver a esos miles de voluntarios, todos a una, enfangados, escupiendo el barro de casas, calles, comercios, tratando de devolver a los vecinos su vida perdida.
Pone la piel de gallina escuchar los comentarios de los que han salido vivos del drama. Comprobar como, por suerte, por una mano amiga, han salvado sus vidas.
Los humanos, en las dificultades nos crecemos y sacamos lo mejor de nosotros. Hay miles de ejemplos en mi retina: personas desde un balcón echando sábanas para salvar a otros de la riada; tractores de agricultores que desde el minuto uno, con sus palas, ayudaban a personas a punto de morir; hombres y mujeres que se han tirado al barro, ya fueran de cuerpos de policía local, guardia civil o policía nacional, que fueron los primeros en ir ayudando a los que ya no podían más dentro de sus casas o de sus coches.
Cuando las Administraciones están tirándose los trastos unos a otros, cuando los políticos se dedican a conservar su poder, aparece la esperanza, los miles de ciudadanos que ponen su trabajo al servicio de los demás: cuerpos de seguridad, sanitarios, psicólogos, poceros, electricistas, albañiles, cocineros, comerciantes, jóvenes de todas las condiciones, niños con sus carritos y su inocencia repartiendo ayuda necesaria a los mayores que no pueden salir de sus casas.
De estas situaciones horribles aparecen siempre ideas muy claras, de quienes hacen mal su trabajo y como lo verdaderamente importante y esperanzador, lo que cambia el mundo es la fuerza de la unión, del esfuerzo conjunto y de la solidaridad.
Hoy, después de los días pasados, y de los que quedan por vivir, ya no es momento de lágrimas, ni discursos, de fotos o promesas, es la hora de la sociedad del fango, de echarse a la calle, no a protestar contra unos u otros, sino a poner su trabajo, ayuda económica, dedicación, conocimientos y cariño en ayudar a aquellos que nos van a necesitar mucho y durante larga época.
Es momento de construir lo perdido, depurar responsabilidades, aprender de los errores y mejorar para que esta situación no vuelva a repetirse nunca.