Por Lourdes Carrascosa Bargados
Cuando quieres a una persona es muy difícil hablar de ella y contar su historia.
En el Madrid de 1913, ser hija de una viuda con muchos hijos que regentaba una portería de una casa de clase media, no era una vida regalada.
Luisita, desde niña, ayudaba a su madre en las tareas de la casa y del trabajo de la portería, que en esos tiempos eran muchas: traer el agua en cántaros, encender la cocina de carbón, limpiar y abrillantar la escalera rodilla en tierra y forzando los riñones, retirar las basuras, quitar el polvo e incluso bajar a hacer recados menores a algunos de los propietarios de las casas, tales como subir el pan, comprar el periódico o ir por tabaco.
Sus recuerdos del frio, comer sin saciarse nunca, dada la poca cantidad de alimentos que, con su economía podían comprar, apenas un guiso de patatas viudas, legumbres, potajes, solo lo justo para tantos.
Pero Luisita era feliz. Soñaba con salir de esa fría y oscura portería y poder vivir en una casa mejor. Pasaba las noches pensando en el oficio al que podría dedicarse, ganar dinero, mejorar, enamorarse, casarse, tener hijos y ser feliz. Pero en la vida, primero se tejen los sueños y luego se vive.
Cumplió la primera parte de sus sueños. Antes de los catorce años entró como chica de recados en un taller de costura. Su tarea consistía en salir a comprar bobinas, hilos, botones, cintas, agujas, alfileres, todo lo que la dueña del taller necesitaba para su trabajo y el de sus oficialas. También les hacía a ellas los recados: ir a por agua para el botijo, comprarles algo para el desayuno, avisar a los novios que se marcharan de la puerta ya que se tenían que quedar a trabajar hasta más tarde y el más importante de todos que consistía en ir a entregar los encargos.
Como era una niña, le suponía mucho esfuerzo llevar del brazo una gran caja con un asa, en cuyo interior, bien envuelto en papel de seda y colocado con gran cuidado iba el traje que debía entregar.
Esta tarea tenía una parte buena, ya que en la mayoría de las casas dónde hacía las entregas, le daban propina o algún dulce o fruta y ese dinero era la parte más importante del modesto salario que recibía. La parte mala era que una cría, con sus trenzas, su ropa modesta de no mucho abrigo, su calzado muy usado, tenía que recorrer caminando muchas calles de Madrid, incluso por zonas que le eran desconocidas y a veces pasaba miedo.
Contaba siempre como una mala experiencia una noche del Madrid otoñal, en la que llovía, hacía frio y viento, lo que hacía más difícil caminar con la caja de entregas. Su destino era el Palacio Real. Que miedo entrar en ese lugar, oscuro, lleno de alabarderos y guardias que le dieron el alto. Explicar a lo que iba y hacerla subir por esa gran escalera de servicio bastante oscura, llena de temor a lo desconocido, hasta llegar a la Camarera de la Reina, que debía recibir el encargo, por él tuvo por primera vez en sus manos una moneda de plata.
La vida no era entonces fácil, aunque tal vez no lo ha sido en ninguna época, sobre todo para las clases más humildes.
Poco a poco fue comenzando a aprender el oficio. Primero pasar hilos, sobrehilar, hacer dobladillos… miles y miles de puntadas, ojos cansados a la luz de las bujías, para ir ampliando sus conocimientos, hasta llegar a cortar las telas y confeccionar los vestidos.
Y juntando oficio iban pasando los años. Dejo de ser la chica de los recados y ya no salía a la calle para hacer las entregas.
Su maestra pronto descubrió que tenía unas cualidades innatas para el trabajo y además un gusto especial para combinar telas y copiar cualquier modelo con solo verlo en el escaparate de un comercio o una revista.
Se convirtió en la favorita de todas las señoras y señoritas que acudían al taller de su maestra para elegir modelo, tomar medidas o ver telas y adornos. Incluso se presentó a una prueba para poder sacar el Título Oficial de Corte y Confección, con la intención, para un futuro, de tener su propio taller y no estar a las órdenes de otra persona.
Pese a su avance en el trabajo, seguía viviendo en la portería con su madre y sus hermanos, aunque algunos habían formado sus propias familias y ya eran menos en casa.
En el amor, aunque acudía todos los años a la Fiesta de San Antonio de la Florida y echaba los correspondientes alfileres en la pila de agua bendita, no le salía novio formal, como se decía entonces, novio con la intención de casarse y formar una familia. Ella se enamoraba, se ilusionaba, pero no era correspondida. Se decía a sí misma que tenía buen tipo, pero no era una belleza, era como otras muchas y aunque disfrutaba de amistades, bailes y verbenas, el amor no llegaba.
Pero la vida, con veintitrés años le reservaba una desagradable sorpresa: la guerra civil.
No puedo llegar a saber con certeza lo que vieron sus ojos, pues en muy pocas ocasiones a lo largo de su vida, quiso hablar de ello. Sus palabras eran horror, hambre, muerte, frio, miseria, miedo.
Seguía trabajando en el taller, pero ahora la tarea era diferente. Se cosía ropa para la guerra: pantalones, camisas, capotes, mantas, guerreras. Había que luchar a diario por la vida, en cualquier momento sonaban las sirenas que anunciaban un ataque aéreo y había que ir al refugio, en este caso a la estación de metro más cercana a su casa o su trabajo y allí, pegados unos a otros, personas de distintos sexos, de diferentes edades, de distinta condición social, en la oscuridad y escuchando explotar los obuses, eran todos iguales en el miedo, en la angustia, en el dolor.
Luego estaba la conquista diaria de algo que comer. Contaba dos anécdotas que nos pueden hacer idea de cómo era la situación de desesperada. Tenía un pretendiente, como se decía entonces, ella reconocía que no le gustaba como para considerarlo novio, pero durante la guerra, siguiendo las indicaciones de su madre, y dado que el chico estaba destinado en Intendencia, seguían saliendo, ya que él les aportaba aceite, azúcar, harina y algunos otros productos de primera necesidad que eran difíciles de conseguir. Terminada la guerra, al pretendiente le va dando largas, hasta que desaparece de su vida.
La otra anécdota es mucho más compleja. Madrid estaba cercado por el bando nacional que impedía, como actuaciones de guerra, la entrada de suministros. Es evidente que esto afectaba sobre todo a la población civil, por lo que una de las alternativas era correr riesgos para obtener productos.
Luisita y su hermana Julia tenían guardadas sus dotes. Por ello, en varias ocasiones y poniendo en riesgo sus propias vidas, traspasaban las líneas del frente para acudir a pueblos como Leganés, Móstoles o Chinchón, donde canjeaban sábanas, manteles o telas, por productos como legumbres, patatas, matanza, harina, pan. De esa experiencia, viajar con un hombre montadas en un burro, llevando en las alforjas las piezas y de regreso los alimentos, les quedó un recuerdo de miedo, ya que sabían que, si las paraban, lo más seguro era que les pegaran un tiro allí mismo y que cuando lo contaban, les hacía temblar las manos.
Una costumbre que mantuvieron durante toda su vida fue almacenar piezas y piezas de tela de sábanas de la Viuda de Tolrá y cuando yo le preguntaba que para que quería tantas piezas de sábanas, siempre me decía: “Hija, tú no sabes que en esas piezas nos puede ir la vida. Nunca se sabe lo que puede pasar”
Pasaremos página de los horrores de la guerra, el volver abrigos, trajes, vestidos, para aprovechar las telas, ya que no había para comprar, el quemar en las estufas cualquier cosa que diera calor, incluidos los propios muebles de las casas, puesto que no había leña, ni carbón, dejaremos de lado todos los instantes de terror, de angustia y nos encontraremos con el Madrid de la posguerra, que mantiene los racionamientos, el frio y el hambre… pero la vida sigue.
La familia se va haciendo mayor. Se casan varias de sus hermanas: una de ellas con el dueño de una imprenta, otra con un maestro albañil. Un hermano entra a trabajar como chofer de una familia muy bien situada económicamente, por lo que en la portería había menos bocas, más ingresos y un poco más de alimentos. Tanto Luisita, como todos los que trabajaban en la casa, como era la costumbre de entonces, entregaban integro su sueldo a la madre, que era la encargada de la gestión económica. Solía dejar un apartado para cada uno de los hijos que trabajaban, pensando en su futuro, le daba una pequeña cantidad a la semana para gastos y el resto lo administraba.
La situación comenzó a mejorar, por lo que ella se planteó una nueva vida. Alquiló un bajo en la calle Fomento de Madrid y montó su propio taller al que nunca le falto el trabajo.
La vida traza sus hilos y enlaza vidas. En la misma casa dónde ella tenía el taller, mis padres, recién casados, vivían en una habitación de una pensión de las que entonces se alquilaban con derecho a cocina. La pensión de Dña, Victoria, una mujer mayor, que con su hermano Luciano y la ayuda de un par de chicas, se habían buscado un modo de vida.
Mi madre, recién llegada de Coruña no conocía a nadie en Madrid, por lo que el taller de Luisita, con sus oficialas, fue el primer lugar de relación.
Desde que se conocieron y hasta que murieron ambas fueron amigas, casi hermanas. De hecho, yo siempre he considerado a Luisita como mi segunda madre y así la he tratado y atendido hasta su muerte.
Mi madre bajaba en sus ratos libres a pasar hilos, hacer bajos, lo que pudiera necesitar. También tenía unas manos estupendas para bordar y le hacía trabajos para vestidos de niñas, bebés, incluidos los mios.
Pasado un tiempo mi madre se quedó embarazada y nací yo. Durante mucho tiempo mi moisés pasaba más tiempo en el taller de costura que en la habitación de mis padres. Si mi madre iba a la compra, o salía para hacer encargos de botones, cremalleras o lo que se necesitara, mi moisés y yo estábamos al cuidado de Luisita y las chicas.
Cuando miro atrás aparece en mis recuerdos de muy niña la máquina de coser de Luisita (dónde tengo hasta fotos y que ahora está en mi casa), jugar entre los recortes de telas con los que me disfrazaba de hada, princesa o me hacía una cabaña para fantasear y jugar. Cantar con las costureras, escuchar los cuentos dedicados en la radio, los juegos con las bobinas de hilo, los botones… todo forma parte de mi infancia.
Mi querida Luisita fue una modista de éxito. Durante los años que tuvo el taller en más de una ocasión yo fui su modelo. Se especializó en trajes de novia y de fiesta. Entre sus clientas tuvo a personas famosas de la época como Paquita Rico, o Antoñita Moreno.
A las bodas yo iba de gancho. Entre mi madre y ella me hacían unos vestidos que yo con tres o cuatro años llevaba puesto cuando acompañaba a Luisita a vestir a la novia. Ya sabéis del dicho: “De boda, sale boda” y mi vestido solía ser el modelo que se utilizaba para vestir a los niños que acompañaban a la siguiente novia.
Guardo en mi memoria esas escenas donde yo veía vestir a las novias, los tules, sedas, crepe, satenes, shamtung. Conservo guardadas las fotos con todo cariño de las novias que vistió Luisita. No puedo imaginar cómo era capaz de hacer esas maravillas solo con tela y sus manos. El caso es que debió ser por eso, que siempre me ha gustado ver a las novias, aunque no las bodas.
Los años fueron pasando, yo iba creciendo y siempre era ella la que me hacía la ropa, con la ayuda de mi madre. Guardo todavía algunos de esos vestidos.
Pasados los años hizo otro importante cambio en su vida, dejó el taller y se dedicó a ser modista en dos o tres casas de personas con una situación económica muy destacada. Aparecen en mi memoria nombres como las señoritas de Boceta, los Sres. de Mendizábal, D. Rafael, Presidente de la Audiencia de Bilbao. Acertó, trabajaba un horario fijo de diez de la mañana a cinco de la tarde. Comía en las casas, pero se habían acabado el coser por las noches para terminar una prenda para una fecha y tenía mucho más tiempo para ella. Eso le dio vida, comenzó a viajar, a salir con las amigas a merendar, le cambió las costumbres.
Pese a la cantidad de bodas que hubo en su vida, nunca se casó, aunque hubo en su vida un amor, un hombre con el que salió varias etapas a lo largo de su vida, pero era un comerciante con una madre que no consideraba apropiado que su hijo se casara con una señorita que se ganaba la vida con sus manos. Cosas de otros tiempos que no ayudaron a hacer las vidas mejores. Entonces lo que se consideraba más adecuado era que las mujeres fueran mantenidas por sus maridos y no estaba bien visto que una mujer trabajara.
Luisita no tuvo hijos, pero yo siempre fui considerada como tal y así hemos vivido hasta el final de sus días. Junto a ella experimenté mis primeras aventuras: subir a Navacerrada, ver la nieve, ir al Pardo a bañarme en el rio, ir al cine o recorrer Madrid de tiendas Sepu, Galerías Preciados, El Corte Inglés, Pontejos.
Hay tantos recuerdos de esta modesta costurera, que se hizo a sí misma una gran modista, que siempre estará en mi corazón.