Por Lourdes Carrascosa Bargados
Durante mi infancia y juventud, vividas en Madrid, las mascotas no formaban parte de mí, aunque lo cierto es que la sociedad tampoco tenía los planteamientos de respeto y cuidados que tenemos hoy, por lo que era frecuente encontrar perros vagabundos por las calles, sometidos a todas las barbaridades que los chavales o adultos les pudieran hacer e igual o peor los gatos.
En mi casa, mis dos hermanos eran grandes defensores de todo tipo de seres vivos, especialmente de los perros, por lo que cada cierto tiempo aparecían con alguno de los abandonados para ver si lograban el consentimiento de mis padres para dejarlo en casa, pero eso no se producía, por lo que los animales pasaban tiempo cuidados por mis hermanos, bajo la tutela de mi madre, de donde provenía el rasgo de amor a los animales, permaneciendo en un patio comunitario del edificio hasta que algún alma compasiva los adoptaba.
Pero no eran solo perros, abundan las anécdotas sobre lo que llevaban a casa. Las dos más sorprendentes fueron el encontrar una mañana al ir a lavarme la cara, el lavabo lleno de renacuajos que habían cogido del Arroyo Abroñigal, cercano a mi casa. ¡Pueden imaginar mi sorpresa! Otra fue meter en el armario de la ropa de mis padres una caja de zapatos, con agujeros, en la que habían organizado un terrario casero de hormigas, lo que les costó un castigo y a mi madre reorganizar todo y hacer desaparecer a los pequeños insectos.
Vine a vivir a Puertollano en un piso de alquiler y la propietaria tuvo una camada de gatitos y casi sin pensarlo adoptamos a Susi, recién destetada, que convivió con nosotros dieciséis años y fue mi primera mascota. Vio nacer a mi hijo y la relación con ella fue mi primera lección sobre los comportamientos de los animales. Solía ponerse en la puerta del dormitorio donde mi hijo dormía en su cuna. Entonces no había como ahora cámaras para vigilar al bebé, pero en el momento que empezaba a llorar, Susi buscaba al primero que encontraba y nos cogía con un mordisco de los pantalones para tirar de nosotros hacía la habitación. Murió de viejecita y la lloramos mucho.
Luna llegó a mi vida mientras estaba trabajando. Se metió asustada por la puerta del Edificio de la Casa de Baños. Tenía pocos meses y le habían roto el rabo, no sabemos qué tipo de mala bestia, el caso es que la pasamos a mi despacho y ese mediodía ya la llevé a vivir a mi casa. Toda su vida ha sido un auténtico peluche, siempre buscando unas piernas en las que subirse y mimos.
Tiempo después, al salir de trabajar encontré tirada en la acera a la segunda Susi de mi historia. Había sido abandonada y todavía mamaba, por lo que la criamos con biberón y pronto se convirtió en la hijita de Luna. La diversión favorita de Susi eran las pelotas de papel de aluminio, te pedía que se las tiraras y te las traía en la boca como si fuera un perrito. Durante bastantes años esas fueron nuestras mascotas, hasta que una noche de invierno, cruzando mi plaza, un gato se me subió por las piernas. Era un gato grande, naranja que pensé se había escapado de alguna casa ya que estaba cuidado y acostumbrado a los humanos, por lo que lo llevé conmigo, esperando encontrar pronto a sus dueños. Aunque puse carteles y pregunté por todas partes, nadie me daba señales de su posible casa, por lo que permaneció con nosotros y también, pasados unos días, me enteré de su historia. Lo habían tirado por una ventana de un edificio de la calle Vía Crucis, junto con otro gato que apareció muerto. Al parecer su dueña no estaba en sus cabales, por lo que yo no podía dejarlo abandonado y Trasto, que hacía honor al nombre que le pusimos, me obligó a cerrar zonas de mi terraza, ya que se subía e iba por los tejados, hasta que le corte las posibilidades de escapar. Tampoco hacía buenas migas con mis dos gatas, puesto que él quería jugar, pero ellas huían, por lo que tuve que dividir en dos zonas la casa, para mejor convivencia de todos.
Por desgracia en un año perdí a los tres. Primero a Susi, con trece años, que desarrolló un problema de tumores y tuve que sacrificarla un Diciembre. Trasto, con siete años, se fue al cielo de los gatos el siguiente Agosto de un problema de riñón y para completar el trío, de nuevo en Diciembre también tuve que sacrificar a mi dulce Luna.
Durante unos meses estuve bastante triste y notaba un gran vacío en mi casa, pero me había dicho a mí misma que no quería más animales.
A veces la vida manda más que nosotros y me comentaron que una persona no podía atender a su gatito siamés debido a que, por problemas de salud, tenía que trasladarse a otra ciudad. La asociación Arañazos lo tenía bajo su cuidado y necesitaban una persona para que lo tuviera en su casa después de la esterilización. Así llego Marron a mi vida.
Ahora tiene ocho años, es asmático y hay que prestarle bastantes cuidados, pero es inteligente, mimoso y me conoce perfectamente. Sabe mis estados de ánimo, lo que hago en cada momento y cuando quiere jugar, salir a la terraza o sencillamente estar sobre mis piernas, domina como comunicarse. Hemos vivido juntos el encierro del Covid y no podía tener mejor compañía en esos duros momentos, aislada de todos mis seres queridos.
Solo quién ha tenido mascotas, quién ha convivido con ellas, sabe lo importante que son en la vida de sus dueños, el cariño desinteresado que nos dan y como se convierten en un miembro más de la familia.
Valoremos y respetemos lo que los animales hacen por nosotros.