Lourdes Carrascosa Bargados
Mientras leía unas páginas del libro que tengo ahora en mi mesilla de noche, me he puesto a reflexionar. La historia me ha llevado a la Alemania de después de la segunda guerra mundial, a las enormes dificultades para la vida diaria de ese Berlín hecho trozos y repartido entre los cuatro países vencedores. Hambre, frio, casas inhabitables, ausencia de casi todo. He recordado conversaciones entre mis padres, mis tíos e historias contadas siempre en voz baja porque no se quería remover el horror de nuestra guerra civil.
Vayamos a los niños. Hace un suspiro que pasaron las Navidades y estamos a días del carnaval. La mayoría de nuestros pequeños hoy tienen exceso de todo, aunque, por desgracia todavía hay quienes carecen de muchas necesidades básicas.
Es evidente que no vivimos en un mundo justo: niños que desde muy pequeños tienen que trabajar para vivir, a los que se vende, con los que se trafica, se prostituyen. Muchos piensan que eso queda muy lejos, pero, sin conciencia de ello, poco nos esforzaremos en mejorarlo, preferimos no ver, no saber, ser cobardes y que todo siga como esta.
Fijemos nuestra mirada en lo cercano. ¡Cómo podemos estar tan ciegos para no darnos cuenta de ese exceso de todo que muchos padres ponen en manos de sus pequeños! Chucherías, regalos, ropas, tecnología en muchas ocasiones no adecuada a sus necesidades de desarrollo, caprichos, demasiados objetos para permitir una adecuada maduración.
Estos excesos, motivados casi siempre por la culpa del poco tiempo que se les dedica, un trueque diabólico de cambiar cosas por relación, por momentos compartidos, desarrollan personalidades egoístas, caprichosas, necesitadas de satisfacción inmediata, incapaces de aguantar una frustración, un simple no a cualquier cosa. Son caldo de cultivo de muchos problemas en el futuro, ya que no se les prepara para la vida real, sino que se les hace vivir entre algodones, en una especie de matrix familiar, que nada tiene que ver con lo que pasa en el exterior.
Cuando las cosas se obtienen con esfuerzo se aprenden a valorar. Si hay exceso aburren. Los niños, cuando reciben demasiados regalos, solo tienen el disfrute de abrir un paquete tras otro, dejándolos todos a un lado, sin valorar lo que han recibido.
Es momento de poner cordura y entender que en el punto medio se encuentra la virtud. No es cuestión de volver a infancias como las nuestras y de otras muchas generaciones, dónde estrenar un vestido o unos zapatos era una fiesta. El paquete de pipas, un fiel compañero de los fines de semana, paseo arriba, paseo abajo, poder ir a una sesión de cine, una celebración familiar, pero pese a todas las carencias, disfrutábamos intensamente de lo que podíamos hacer.
Estamos en el día de San Valentín, que hemos asociado con el amor de pareja, aunque no hay amor más grande y generoso que el de los padres y madres hacía sus hijos e hijas. Amar a un hijo no significa que tengamos que poner a su alcance todo lo que desea, todo lo que quiere o cree necesitar. Aunque uno pueda, tiene que entender que es lo que en realidad debe dar a sus hijos, para que estos tengan un desarrollo adecuado y aprendan a valorar las cosas.
Hay que marcar limites, a veces negar, pero no por simple cabezonería de los padres, es cuestión de entender si lo que van a dar a sus hijos va a tener un valor educativo o es solo un capricho, un objeto más.
Esta sociedad necesita de jóvenes fuertes, sólidos, trabajadores, responsables, que valoren lo que tienen y entiendan que tendrán que esforzarse para conseguir sus metas. Para ello hay que empezar por los padres, que no vean a sus hijos como seres indefensos, que necesitan todo lo que se les encapricha para ser falsamente felices. Enseñarles a vivir en la realidad, donde no siempre se obtiene lo que se quiere y sobre todo hay que compartir tiempo con ellos, pero tiempo de verdad, no de ese en el que se juntan muchos padres – amigos con muchos hijos, donde los niños están por un lado y los padres por otro, donde cada uno se entretiene con los suyos y no se establece una verdadera relación padres – hijos.
Hablar, jugar juntos, acompañar en las tareas, ver un programa o una serie y comentar, hacer alguna actividad deportiva compartida, ir al campo o sentarse delante de un papel a dibujar, cocinar, lo importante no es la tarea que se realiza sino el tiempo en el que se escuchan y se profundizan las relaciones entre ambos.
Padres, madres e hijos e hijas necesitan estos momentos para sus respectivos equilibrios personales y con ello lograremos una sociedad mejor en el futuro. Aprendamos que para ser felices necesitamos menos objetos y más relaciones de calidad.