Por Isabel Castañeda
Si prestamos atención a los acontecimientos que, últimamente se desarrollan ante nosotros, a gran velocidad y sin tiempo para asimilarlos, seremos conscientes de que tomamos la vida como una especie de representación teatral (ya lo mencionó Calderón de la Barca).
Están todos los ingredientes: comedia, drama, tragedia y tragicomedia.
Los personajes aparecen y desaparecen de escena, hacen su papel con toda seriedad y grandilocuencia y dejan tras de sí una sensación de vacío y de inoperancia, que caracteriza a la sociedad actual y que es herencia del pasado.
La ceguera es la discapacidad que más nos afecta; no me refiero a la física, sino a la mental.
No sabemos quitarnos el velo negro que dificulta la claridad de ideas y nos enredamos en cuestiones que desvían la atención de lo verdaderamente importante.
Cuando nos señalan a la luna, nos embelesamos mirando el dedo.
Es penoso comprobar cuánto esfuerzo y atención se dedican a acontecimientos y personajes, que no tienen ni interés, ni perdurabilidad.
Entran en escena y se desvanecen, sin dejar poso y, pasado un tiempo, se desvanecen en el olvido.
Mientras tanto, los problemas importantes sin resolver: injusticia, necesidades de todo tipo, soledad, enfermedades, mal reparto de la riqueza, guerras sin sentido, etc.
Olvidamos de dónde venimos y hacia dónde vamos y no somos conscientes de que sólo la fraternidad contribuirá a salvarnos.