Por Isabel Castañeda
Llegamos a este mundo con un nivel de dependencia total, primero de nuestra madre, que nos alberga en su seno hasta que llegamos a término. Después, los padres comparten nuestra crianza y formamos parte de un grupo familiar, más o menos amplio: hermanos, tíos, primos, parientes...
El círculo se va ampliando conforme nos desarrollamos, necesitamos la tribu para el crecimiento personal.
Al llegar a la adolescencia, el nido protector se hace pequeño. El aprendizaje exige un mayor conocimiento del exterior y, torpemente, empezamos a iniciar el vuelo, con ansia de desplegar las alas, pero con miedo al vacío. Ignoramos todo y creemos que todo lo sabemos.
La vida es sabia y despliega ante nosotros todas sus posibilidades. Nos invita a participar en un banquete para el que no estamos preparados. La mesura no forma parte de esta etapa y muchos se pierden al darse un atracón. Se vive en el filo de la navaja.
Cuando se supera esta etapa, las personas están preparadas para comenzar el verdadero aprendizaje que será continuo, hasta el final de la vida.
En este caminar, tendremos muchos acompañantes, pero no todos al mismo tiempo ni con la misma duración. Puede ser por un pequeño espacio, intenso o de larga duración, más sosegado.
Las personas entran y salen de nuestras vidas, con más o menos dramatismo y dolor.
Es la lección más dura que debemos aprender: que nada ni nadie nos pertenece, ni es para siempre.
Del grado de aceptación de esta realidad, depende el nivel de sufrimiento o de disfrute del camino.
Cuando es largo, volver la vista atrás, con sosiego, nos permite contemplar lo vivido y a las personas que nos han acompañado, como un regalo. Si así lo apreciamos, perdemos dramatismo y ganamos comprensión.
Todo está bien diseñado: inocencia, aprendizaje de las cosas prácticas para desenvolvernos en la época que nos ha tocado vivir, desengaños, pérdidas de todo tipo, simplificación y escala de valores mejor estratificados.
Se aprende a elevar el vuelo. Primero lo hacemos de forma gallinácea, con lo que nos falta perspectiva. Tenemos bajadas y subidas bruscas y sin horizonte.
En la última etapa, el vuelo es de águila y la perspectiva más amplia. La visión es de conjunto y más clara, aunque se empequeñecen los detalles. Se disfruta más del vuelo, porque no sabemos si se repetirá, ni cuántas veces.
Confías en las corrientes de aire, que te ayudan a mantenerte.
Se aprovecha el instante y te mantienes en un equilibrio, que te permite una concepción del mundo y sus habitantes con sus luces y sus sombras. Dejan de tener importancia las cosas por las que tanto hemos luchado y disfrutamos de lo más auténtico: las relaciones humanas de primera, segunda o tercera fila de proximidad.
Dar y recibir, querer y que te quieran, se convierte en la mayor ambición de este momento. Afortunados quienes han aprendido esta última lección, porque han intuido el sentido de la vida.