La niebla

Son las 13:07 del Viernes, 26 de Abril del 2024.
La niebla

Una profunda niebla ha cubierto la ciudad. Comenzó al despuntar el alba en forma de anillo algodonoso orbitando en torno a la cumbre del cerro Santa Ana. Conforme el sol ascendía sobre el horizonte la iba empujando ladera abajo, la hizo tragarse el fondo del valle y después, impulsada por la motricidad de su inercia acuosa, subió velozmente por la ladera del San Sebastián hasta coronar su cima y allí tejer un segundo aro lechoso. A continuación se extendió de norte a sur envolviendo cada calle, plaza, barriada y altozano y cuando el reloj del ayuntamiento viejo daba la última campanada de las ocho no quedaba un solo recoveco que no hubiera sido sepultado por ella. Una vez completada su conquista de la ciudad, la niebla se transformó de improviso en una sustancia más compacta, dotada de una consistencia aparentemente mineral, densa e impenetrable. Su color mudó entonces del blancuzco inicial a un grisáceo tornasolado por los destellos de millones de cristales de agua refulgentes que prendían como chispazos detonados desde un sol lejano.

A las ocho y cuarto de la mañana el campo de visión se había reducido a un metro. Justo a esa hora la niebla se convirtió en fuente autónoma de luz y comenzó a generar un resplandor particular, a difundir una luminosidad diríase creada desde el interior de sí misma, a irradiar un brillo apelmazado e hipnótico tan preciso y contundente que nadie pudo dejar de mirarlo. Parecía como si la niebla, tras engullir mansamente la ciudad, hubiera decidido aislarla del resto del mundo convirtiéndola en un espacio acotado y protegido, en una reserva endogámica perfectamente equilibrada.  La niebla era el cielo y el suelo de la ciudad, su horizonte y su contorno, su límite geográfico y su proyección temporal, la argamasa que había unido todas sus partes constitutivas dándoles estabilidad y sentido tras encerrarlas en el interior de un sistema armónico del que no había, por el momento, escapatoria posible.

Lejos de sentirse amedrentados, los habitantes de la ciudad recibieron estas circunstancias con ingenuo alborozo. Salieron a las calles para festejarlo y allí, impelidos por un resorte común, puestos de acuerdo en hacer algo juntos aunque sin conocer ni importarles el motivo, comenzaron a jugar al escondite. Desprovistos de prejuicios, colmados de excitación infantil, poseídos por el ansia irrefrenable del juego inocente y gozoso, conmovidos ante la certeza de que un paso atrás implicaba dejar de ver lo antes visto, estos habitantes se lanzaban al interior de la niebla con los brazos extendidos en busca de cuerpos que palpar, adivinar o reconocer. Y el aire de la ciudad, convertida en un enorme patio de recreo, se llenó de coros de voces alegres, de reclamos y de nombres propios, de llamamientos anónimos, de invocaciones lanzadas a voz en grito, de pistas falsas y de acertijos, de risas, de decepciones y de sonoras bofetadas, pues el sonido era la única pista fiable para encontrarse en el interior de una niebla que a todos los participantes en este baile de máscaras, sincrónico y espontáneo, había transformado en danzarines casi ciegos.

Los automóviles tampoco consiguieron romper con los haces de sus focos la espesa corporeidad de la niebla, de modo que se detuvieron antes de poder llegar a sus destinos. Las calzadas de la ciudad se abarrotaron con el monumental atasco formado por cientos de vehículos apresados sobre el asfalto e inmovilizados como cetáceos varados en una playa brumosa emitiendo una diversidad de canciones que se repetían cada pocos segundos y componían una cadencia de cláxones audible en la lejanía. Los conductores hacían sonar sus bocinas para unirse a la fiesta de los peatones, pues no se sentían impacientes ni apresados, tampoco deseaban salir del embotellamiento, tan sólo jugaban a penetrar con sus cláxones en la niebla, a comunicarse con toques rítmicos de bocina a la espera de ser respondidos desde algún otro vehículo que reconociese la propuesta sonora, quisiera participar de la improvisación y colaborase en una jam session de solos, réplicas y contrarréplicas cuyas armonías cabalgaban entre tiples, barítonos y algún tenor desafinado.

Durante las primeras horas de la niebla las autoridades restaron importancia a la situación y aconsejaron a la población continuar con sus rutinas; hasta el momento en que apreciaron que la cotidianidad se había quebrado bajo el peso de una nueva e imprevista monotonía en forma de nube grisácea. Entonces hicieron un llamamiento a la calma, aseguraron que se habían tomado todas las medidas necesarias y rechazaron tajantemente cualquier responsabilidad sobre el origen de la niebla, aduciendo que estos sucesos eran cosa del pasado, estaban totalmente superados y fuera de lugar en pleno siglo XXI y eran impropios de una ciudad moderna. La rueda de prensa fue seguida mayoritariamente a través de la radio, pues las televisiones sólo pudieron recibir imágenes en blanco y gris.

Instantes después de escuchar las últimas declaraciones de las autoridades -sonaban entonces las campanadas del mediodía- cesó el juego del escondite y todas las personas ciegas de la ciudad acudieron al rescate de los vecinos congregados en las calles. Una población satisfecha y alegre pero incapaz de encontrar los puntos cardinales se dejó así guiar por los invidentes, cada uno de los cuales se puso a la cabeza de una hilera bien organizada de ciudadanos con la intención de marcarles el paso, definirles el rumbo y advertirles de los obstáculos. Siguiendo el ejemplo de los ciegos también actuaron de lazarillos los ancianos, que tienen  las calles de toda una vida grabadas en su memoria, y los niños, a quienes gusta ir saltando y contando baldosas. De este modo cientos de filas invisibles -pues nadie lograba ver más allá de sus narices- surcaron las calles como regueros de hormiguitas afanosas siguiendo el rastro trazado por los guías y avanzaron cautelosamente por la ciudad a modo de ríos serenos que iban desaguando en bocacalles y portales hasta quedar secos cuando cada cual llegó a su destino. Entonces y sólo entonces ciegos, ancianos y niños regresaron a casa.

Cuando los ciudadanos abrieron las puertas de sus domicilios fueron recibidos por la niebla, que había penetrado hasta el interior de los hogares haciendo muy trabajoso llegar desde el vestíbulo a la salita. Dado que cada estancia en cada vivienda de la ciudad se había convertido en receptáculo de esta niebla fragmentada en múltiples porciones que ocultaban paredes, muebles, ornamentos, suelos, techos y moradores, resultó imposible distinguir un hogar de otro salvo por el olor, dándose el caso de algún rico desorientado que confundió el rellano y únicamente pudo salir del error tras percibir el aroma a puchero barato en una cocina que no era la suya.

La tarde discurrió plácidamente. Toda vez que las diversas pantallas al uso habían quedado en reposo -pues era imposible ver imagen alguna a menos que se pegase la cara contra ellas, lo que resultaba bastante incómodo excepto para los miopes- los ciudadanos pasaron esas horas dejándose mecer por el cálido arrullo de la conversación. La opacidad de la niebla y la consiguiente invisibilidad de los cuerpos causaron el paradójico efecto de hacer sentirse más cerca a unos individuos que, pese a no poder ver a sus semejantes, los notaban más próximos que nunca, pues ahora podían percibir con extrema claridad los maravillosos matices del habla, las elocuentes inflexiones de la voz humana, el afecto sonoro que envuelven las palabras, la musicalidad sublime de un susurro o la simple exactitud de un suspiro.

En torno a la siete y media de la noche se dispuso en cada hogar lo necesario para cenar frugalmente. Luego se reposó el alimento con la misma conversación serena y antes de las once todos los habitantes de la ciudad estaban ya en la cama. Por simple rutina los ciudadanos apagaron las luces de sus viviendas -aunque la niebla las ocultaba en el interior de su propio resplandor oscuro- y cayeron en un sueño tan profundo como la niebla que los acunaba. Y así transcurrió la noche: solitarias calles silentes inundadas por la niebla y atestadas de automóviles detenidos y vacíos; hogares en calma empaquetados dentro de una niebla maciza cuya pesadez embargaba las mentes con sueños igualmente densos y apacibles, como si sus vapores actuasen de escudo frente a cualquier influencia externa.

Poco antes de romper la madrugada la ciudad continuaba en el interior de la niebla. Y entonces, justo cuando el primer gallo cantó, comenzó la cuenta atrás: a cada nuevo rayo de sol la niebla se iba aclarando, lentamente alzaba su manto protector con la dulzura de una madre amorosa para ir dejando expuesto a la luz del nuevo día el rostro de la ciudad, trepaba ladera arriba del Santa Ana, acariciaba mansamente las peñas, se apelmazaba alrededor de la cima, lamía la cresta rocosa, orbitaba en torno a la cumbre e iba desapareciendo, desapareciendo hasta quedar convertida en nada, pues la cúspide aspiró la niebla de una bocanada.

Como el gallo siguió cantando y a éste se unieron otros y a ellos se sumaron muchos más, los ciudadanos fueron despertándose aproximadamente todos a la vez, alrededor de esa hora mágica de transición cuando la noche ha dejado de serlo, el día aun se está desentumeciendo y en el mundo gobierna una esperanzadora indefinición. Después se levantaron, fueron hasta el cuarto de baño, encendieron instintivamente la luz y se miraron al espejo. Lo que vieron a continuación fue esto: todos los habitantes de la ciudad -mujeres, hombres, jóvenes, adultos, niños, ancianos, inconformistas, feos, avispados, bellos, estúpidos, abnegados, depresivos, enamorados, optimistas, revolucionarios, desencantados, sanos, convalecientes, lisiados, crédulos, escépticos, ricos, desposeídos, leales, embusteros, generosos, taimados, locos, materialistas, cuerdos, dirigentes, obedientes y complacientes- todos sin excepción tenían la cara tiznada, como si se la hubieran refregado concienzudamente con un pedazo de carbón tibio.

La niebla se había marchado dejando tras de sí un nítido recuerdo que se hacía visible en la corteza de hollín que alfombraba la ciudad. Era ésta una película suave, delicada y sutil que cubría los suelos, crujía al ser pisada y, por alguna extraña razón, permanecía constante e inamovible, pues no se pegaba a la suela de los zapatos, los vehículos no le marcaban sus rodadas ni el viento la hacía bailar. Bajo esta leve cáscara se transparentaba, esplendorosa y diáfana, toda la piel de la ciudad: cada uno de sus colores, formas y estructuras podía ser visto con extrema precisión; cada detalle era perceptible tras este tapiz negro que, más que cubrir la ciudad, la realzaba y resguardaba.

Muchos ciudadanos salieron de sus casas con el rostro tiznado, pues habían decidido respetar este vestigio indiscutible de la niebla que entroncaba a los mayores con su pasado y atestiguaba para los más jóvenes un linaje territorial. Ningún jefe llamó al orden a cuantos subordinados acudieron al trabajo con la tez ennegrecida y en ciertos ámbitos fue objeto de recriminación el haberse lavado la cara. Ciertamente el enmarcado negro otorgaba a los ciudadanos una blancura tan penetrante en su mirada que hacía inviable eludirla o desestimarla.

En la tarde de este día posterior a la niebla cayó sobre la ciudad una lluvia repentina, impetuosa y abundante. El aguacero lavó las calles y los rostros llevándose consigo las señales de cuanto había sucedido en las horas anteriores. Un hombre muy viejo, pobre y sabio, el último de una estirpe de eremitas conocido por sus visiones y profecías, escuchó con claridad cómo la lluvia teñida de negro penetraba por los poros y tragaderos abriéndose paso hasta el mar de aguas rojizas sobre el que reposa la espina dorsal de la ciudad. Desde allí esta lluvia discurrió por vías secretas del subsuelo labradas hace millones de años, ascendió bajo la ladera oeste del Santa Ana y se concentró para amamantarlas en torno a las raíces aletargadas de invisibles enebros milenarios. Algún día, ha dicho el ermitaño, los fantasmas de estos árboles condensarán la humedad necesaria para volver a engendrar a la niebla, que entonces caerá de nuevo como un maná purificador sobre la ciudad y sus pobladores.

 

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes https://www.flickr.com/photos/guillefuentes/

Juan Felipe Molina Fernández