Ayer te vi. Estabas muy quieto y no llevabas puestas las gafas. Por eso en cuanto te vi supe que no eras tú: ese hombre inquieto, activo, deliciosamente dicharachero. Si hubieras sido tú, habría recibido de inmediato un saludo efusivo y habríamos quedado para echar un rato en tu campo, por la carretera de Villamayor. Y yo habría aceptado. “Aunque la próxima vez”, te diría, “tienes que venir a mi campo de Ventillas.” Pero siempre prefieres tu terreno que es un poco como un cuento surrealista y un poco como tú, con un campo de golf entre almendros, un seto recortado en forma de laberinto, entre industria lítica del Musteriense y un huerto de zanahorias y rábanos. Todo regado con cerveza. ¿Te acuerdas?... Estuvimos leyendo, comentando, corrigiendo tu novela escrita en inglés, ambientada en una opresiva Irlanda. Me parecía estar viendo una película de John Ford con el paisaje y las leyendas de aquella húmeda tierra de tus ancestros.
Supe que no eras tú en cuanto te vi ayer, porque te consulté una duda y no ejerciste de mentor, como sueles hacer, sin hacerlo, como si en realidad no estuvieras ayudándome. Y te volví a pedir que vinieras a mi campo y tú no insististe con el tuyo. Pero eso me lo debes, no creas que te vas a librar, no te creas que me he olvidado. La próxima vez tienes que venir a mi campo, Frank. No tengo prisa. Ya tendremos tiempo, ya, de hablar de esto y de aquello. Entretanto, recibe un fuerte abrazo.