Crudos inviernos

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Son las 08:53 del , 6 de Octubre del 2024.
Crudos inviernos
Ya no hace frío como antes. Me refiero a los años de la infancia, cuando la década de los cincuenta doblaba a los sesenta en el siglo pasado. Escuchábamos a los mayores decir “hace un frío que pela” y aunque no entendíamos qué pintaba eso de “pelar”, comprendíamos sin duda que se referían a un frío de tiritera, a un frío que se metía en los huesos y no había forma de sacarlo de ahí. Los inviernos eran fríos hasta la exageración y los niños en la calle parecíamos pajaritos con el plumón hinchado, siempre arrecíos en busca de un rincón protegido del viento.
 
El mordisco de la bajada del mercurio llegaba invariablemente para Todos los Santos, cuando en el paseo de san Gregorio se instalaban tenderetes para vender castañas, nueces, algarrobas, paloduz y otros frutos del otoño, que para entonces ya era invierno. Las bellotas las recolectábamos por nuestra cuenta, unas sabían dulces y otras amargas pero todas saciaban el hambre que en aquellos años de escasez merodeaba por las casas humildes. Para convertir en un manjar bellotas y castañas, las asábamos al calor de la lumbre o en el brasero de picón, tomando la precaución de hacerles un corte con la navaja para evitar que explotasen y saltaran por los aires. También venían bien las bellotas y castañas asadas, recién sacadas del fuego, para calentarnos las manos. Por Todos los Santos, asimismo aparecían los huesos de santo y los buñuelos de viento, golosinas que no estaban al alcance de cualquier bolsillo y nos conformábamos con mirar en los expositores de las pastelerías, esos lugares cargados de tentaciones prohibidas donde solíamos jugar a “tú, ¿qué te comerías?”.
 
Contribuía a endurecer el frío el hecho de estar todo el santo día en la calle. Si no estábamos en la escuela, estábamos en la calle, en nuestra casa parábamos poco. En la calle, para combatir el frío, convenía no quedarse parado y esa cuestión la resolvíamos a las mil maravillas por medio de la multitud de juegos que teníamos a nuestra disposición, la mayoría consistentes en dar carreras y saltos. Los juegos nos calentaban de pies a cabeza durante las interminables jornadas callejeras.
 
Otra circunstancia que utilizaba el frío para aterirnos era nuestra ropa inapropiada para defendernos de él. Quien más, quien menos, la mayoría vestíamos pantalón corto, calcetines bajos, camiseta, camisa fina y un desgalichado jersey de poca monta. Los plumas, gorros y guantes de lana no existían en nuestro entorno, y los abrigos o chaquetones constituían artículos de lujo que, en todo caso, solo se usaban los domingos y fiestas de guardar. La estampa diaria de los componentes de la pandilla retrataba a un grupo de banduendos con las manos en los bolsillos, las piernas custridas por la intemperie y al resguardo del quicio hondo de una puerta. 
 
En Puertollano el frío hacía causa común con la niebla, esa humedad pegajosa que restregaba en la cara su hálito helado. Las nieblas entre los cerros de Santa Ana y San Sebastián eran pertinaces como las sequías, se adueñaban del ambiente y permanecían malolientes y espesas días y noches sin interrupción. Para ir de un sitio a otro resultaba forzoso caminar pegados a las fachadas de las casas para no perderse. Odiábamos los días de niebla porque nos obligaban a permanecer recluidos en nuestros domicilios mirando las musarañas o incordiando a nuestros padres a causa del fastidio de no poder salir. Puertollano era sinónimo de niebla que, según aseguraban los adultos, se esfumaba apenas superar los límites de la población.
 
El paisaje urbano se poblaba de los efectos colaterales del frío: la nieve, los chupones de hielo y los charcos helados. Tres atributos que hacían las delicias de nuestras correrías infantiles, incitándonos a tirarnos bolas de nieve, a erigir muñecos estrafalarios y extasiarnos con la blancura resplandeciente de los objetos del entorno. Los chupones colgaban de los tejados y de los voladizos de las fuentes como estalactitas, y los chupábamos a pesar de su insipidez como si fueran sabrosos polos de Helados Morán, o los metíamos por la espalda, a traición y con alevosía, bajo la camiseta del más indefenso de la pandilla. Por su parte, los charcos helados se prestaban a tantear su solidez con el amparo de las impermeables botas katiuskas y nos llenaban de alborozo cuando nuestro peso era incapaz de socavar la capa helada.
 
Para combatir el frío, echábamos lumbres. En el campo resultaba fácil encontrar el lugar apropiado, por lo común entre los olivos alimentando el fuego con sus ramones y varetas. Nos colocábamos alrededor con las manos extendidas cara a las llamas y contábamos chistes picantes o maledicencias de quien se pusiera a tiro. En las calles resultaba complicado encontrar el lugar propicio, buscando algún solar abandonado o recurriendo por la noche al solitario chaflán de la calle Estación, junto al apartado de Correos. Nos inquietaba que fuera cierto el chisme de que exponerse a la lumbre provocaba mearse en la cama y, por si acaso, nos curábamos en salud orinando sobre el fuego para apagarlo.
 
Las casas generalmente eran frías y húmedas. Se combatía la incomodidad mediante la estufa de carbón -el material más frecuente en una población minera- y el brasero de picón -obtenido por medio de las ramas de encina-. Las familias se reunían alrededor de la estufa o el brasero encimándose para sentir el calor, a despecho de las molestas y antiestéticas cabrillas que en ocasiones derivaban en vejigas. Las camas nos recibían con las sábanas heladas y humedecidas bajo una cobertura de múltiples mantas entre las que costaba trabajo rebullirse. Para entrar en calor nos agitábamos como si tuviéramos el baile de san Vito. No era raro despertar en medio de la noche y notar el rostro helado, lo que obligaba a meter la cabeza bajo las cobijas.
 
En la escuela, la situación no resultaba diferente. En el trayecto ya nos sentíamos helados y barruntábamos que pasaríamos toda la mañana sin poder sacudirnos el frío porque la única estufa estaba situada junto a la mesa del maestro, lejos de los pupitres de los escolares menos aplicados. Para colmo, la puerta que daba al exterior no encajaba bien y se colaba el biruji. Por el puente de cemento veíamos a los niños carboneros montados en los borricos con grandes serones y las caras cubiertas por pasamontañas. El incordio por lo que nos aguardaba en la escuela parecía mitigarse si nos comparábamos con ellos.
 
Las secuelas inevitables de tan frecuente exposición al frío eran los temidos sabañones. Estaban dotados de una clara condición escaladora, ya que empezaban a manifestarse en los dedos de los pies, con preferencia por los meñiques; ascendían hasta los dedos de las manos, que se ponían reventones como morcillas asadas, y hacían cumbre en las orejas, que se hinchaban y amorataban. Al contacto con el frío, los sabañones provocaban ardor y al contacto con el calor, picazón. El sabañón invernal fue el documento de identidad de varias generaciones.
Quizá la enciclopedia Álvarez -que abarcaba todos los campos del saber y era de obligado estudio en sus tres grados- mencionara que ambas mesetas poseían un clima continental, de inviernos y veranos rigurosos. Pero incluso los escolares que no llegaban a comprarla, por considerar sus padres que era un gasto superfluo, sabían a ciencia cierta que el frío sería compañero inoportuno de sus vidas. Años más tarde supimos que el verso de Bertolt Brecht “el frío de los bosques en mí lo llevaré hasta que muera” se nos podía aplicar permutando bosque por meseta. Los crudos inviernos de mediados del pasado siglo no desaparecerán de la memoria de aquellos niños del pueblo minero.
Eduardo Egido Sánchez
Foto: José Manuel Casado