Aprendiz de Principito

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Son las 02:18 del Viernes, 26 de Abril del 2024.
Aprendiz de Principito
 
“¡Por favor… dibújame un cordero!” Esta fue la primera frase que pronuncié nada más salir a escena. Tenía que dar unos pasos hacia un aviador junto a un biplano averiado en medio de un supuesto desierto y, sin más, le exhortaba: “¡por favor… dibújame un cordero!” Por suerte, el día del estreno las luces del escenario creaban una especie de cortina radiante que me impedía ver al público, lo cual resultaba tranquilizador. Durante los ensayos, don Ángel Cisneros me había hecho repetir la dichosa frase mil veces hasta que le satisfizo la entonación. “¡Así, no! ¡Tienes que parecer un  niño de once años!” El caso es que yo tenía once años, precisamente. ¿Por qué me habría de resultar tan difícil interpretarme a mí mismo?... La perspectiva del tiempo en ocasiones —no muchas, la verdad— te aclara algunas dudas. En general nos cuesta actuar como el niño, el chaval, el adulto, el anciano que somos, por estar tan pendientes de interpretar aquello que los demás esperan de nosotros.
 
Don Ángel había escrito un libreto para el teatro del colegio, basado en la famosa obra de Antoine de Saint-Exupéry: “El Principito”. Un día me paró en uno de esos largos pasillos del colegio. ¿Tú te has leído “El Principito”? “¿El… cuál?” No, no me lo había leído. No pudo disimular su gesto de contrariedad. Cuánto le molestaba a don Ángel que no hubiéramos leído un libro que él consideraba esencial, que no hubiéramos escuchado alguna de aquellas piezas de música clásica que tanto le gustaban. “¡Poned todos mucha atención! Esto es nada más y nada menos que Capricho Español de Rimski-Kórsakoz.” Y más de uno se quedaba atónito ante la idea de que un ruso se encaprichara de algo español, mientras a través de la ventana del aula, seguía con la mirada el vuelo de las primeras golondrinas llegadas de quién sabe dónde. “Pero sí que he leído Marcelino Pan y Vino.” Le hice saber, convencido de que a un sacerdote le habría de alegrar sobremanera que uno de sus alumnos se hubiera enfrascado en una lectura de cariz religioso. “¡No, no, no, no! Este libro que te digo es otra cosa. No tiene nada que ver. Toma, cógelo. Se lee en seguida y te va a gustar. ¡Ya verás!
 
Ni siquiera había pasado una semana, cuando un compañero y yo nos juntamos con él para hacer unas actividades con “filminas”, que era como entonces llamábamos a las diapositivas. Las mismas que ahora nadie llama de ninguna forma, tras su casi total extinción. Grabábamos nuestras voces leyendo unos textos sobre ética y religión al tiempo que él iba proyectando las filminas sobre una gran pantalla. Lo pasábamos bien. Era nuestro particular PowerPoint de los 70. “Ya te lo has leído, ¿verdad? ¿Te ha gustado?” Sí, me lo había leído y sí, me había gustado. “A ver, dime. ¿De qué trata?” “¿Cómo que de qué trata?... Pues de un principito que vive en un planeta diminuto y entonces…” “¡No, no, no, no! No quiero que me cuentes el argumento. ¿De qué va, cuál es el tema en cuestión?” Aquello me hizo sentir como cuando te sacaban a la pizarra. “¡A ver, Carmona, piensa!” me lo pensé durante unos segundos. “Trata sobre la amistad. Lo importante que es la amistad.” Sus labios finos esbozaron sobre aquella cara de piel pálida, curtida en seminarios, una gran sonrisa de satisfacción. “¿Te gustaría hacer de principito en una versión de teatro que acabo de escribir sobre este cuento?” El muy tuno ya sabía que yo iba a decir que sí. Seguramente también sabía que una corriente de inquietud me estaba corroyendo en ese momento las tripas, como me pasa siempre que me parece estar abordando algo que me supera, es decir, como me pasa siempre.
 
Apenas me quedan recuerdos de aquella larga representación. Tuvieron que venir chicas de las monjas a interpretar el papel de las flores. “¡Pero que no digas FLOREEH. Di: FLO-RESSS. VO-CA-LI-ZA!” Me decía don Ángel a voz en grito en los ensayos desde la oscuridad del patio de butacas. Compañeros adolescentes, de esos que te pegaban un balonazo en el patio y encima se partían de risa, que a mí me parecían entonces mucho mayores de lo que en realidad eran. Esos mismos chicos hicieron de narrador, de piloto, de serpiente, de zorro… Necesitábamos más alumnos para habitar aquellos pequeños planetas con un borracho, un hombre de negocios, un rey, un avaro vanidoso, un farolero. Pequeños planetas que te proporcionaban continuas puestas de sol, que era uno de los acontecimientos preferidos del principito, de aquel principito que no podía olvidar a su rosa… “Cuando uno está muy triste son agradables las puestas de sol”. En una escena estaba junto al zorro. Sé —ya entonces lo sabía— que él, el muy zorro, interpretaba mucho mejor que yo. Se me acercó a cuatro patas y me dijo: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos.” Antes habíamos ensayado esa escena en multitud de ocasiones. Pero fue allí, sobre el escenario, ante el patio de butacas abarrotado, donde se me erizó el vello.
 
Me parece que fue la última vez que vi y hablé con don Ángel Cisneros. Había cierto ambiente de fin de curso en los patios del colegio. Él estaba al pie de una escalera, cerca de una fuente. Quiero pensar que fue la última vez. No sé. Yo iba con un grupo de compañeros y él me llamó: “¡Carmona, Carmona!”, levantando la mano derecha y chasqueando el pulgar con el corazón. Llevaba un libro en la mano. “¿Tú te has leído Juan Salvador Gaviota?” Tampoco me lo había leído, aunque tardé poquísimo en merendármelo, prácticamente de una sentada. A don Ángel nunca más le volví a ver. Oí decir años más tarde que había dejado el sacerdocio para casarse, que tuvo hijos, que murió de cáncer… Bueno, fue una de esas personas que allá donde van dejan un gran bagaje. En mí, dejó sembrada la semilla de un aprendiz de principito con ansias de volar.
Antonio Carmona