El provinciano que suda las calles invernales de la capital. Es el calor húmedo de la desazón, del deseo insatisfecho que siempre acucia al provinciano. Ese deseo que no sabía que tenía hasta que vino aquí. El provinciano y la angustia de las sirenas, la ansiedad, la mugre sobre una pátina brillante de rodaduras que trasiegan sin piedad la epidermis de Madrí, de Madriz, de Madrid…, de los Madriles: capital de todos, dependiente y pendiente de nadie, se comporta como una excrecencia con vida propia, con sus propias tripas plañideras, con sus entrañas chirriantes y espasmódicas de trenes enloquecidos por la oscuridad.
El provinciano que suda en el interior de sus intestinos, siempre pidiendo paso, pidiendo perdón, pidiendo permiso, pidiendo que no le pisen y que le hagan caso, mientras cuenta estaciones: tres estaciones más para el transbordo. Y luego susurra una cancioncilla por los pasillos de luz sudorosa: Nothing´s gonna change my world… Nada va a cambiar mi mundo. La tararea para sentirse más tranquilo, al ritmo de su propio desaliento. Esta es ahora la canción que hará las veces de súplica. La ha oído antes en pleno centro. Un músico toca, pide, vive muy cerca de Sol y del reloj. Ese reloj, hoy, tan provinciano, tan de rebajas, tan fuera de contexto, tan huérfano de miradas…