Ñoño, emblema del Calvo Sotelo

Son las 17:06 del Viernes, 26 de Abril del 2024.
Ñoño, emblema del Calvo Sotelo
En torno a 1960 los niños teníamos como afición favorita acudir al campo del Cerrú a presenciar los partidos del Calvo Sotelo. Bien pensado, más que una afición resultaba una devoción, éramos devotos de un equipo de fútbol que goleaba a cuantos rivales cumplían la penitencia de enfrentarse al gallito indiscutible de la categoría, aunque lo compensaban con el disfrute del mejor césped que nunca hubieran podido soñar. Las goleadas del Calvo Sotelo estaban a la orden del día y los muchachos cuando jugábamos al balón -eso de fútbol nos quedaba ancho- nos sentíamos una proyección de nuestros ídolos, nos imaginábamos que vestíamos sus camisetas. 
Y entre nuestros futbolistas admirados, destacaba con brillo propio Ñoño, que ocupaba la línea media del terreno de juego aunque lo mismo bajaba a defender que subía a atacar. Ñoño era el jugador total, el Di Stéfano de Puertollano. Los aficionados del equipo se rendían ante el pundonor y la entrega de un jugador que no escatimaba esfuerzo para echarse el equipo a la espalda. En consonancia, aludían los enfervorizados seguidores a los atributos de Ñoño resumidos en una zona de su anatomía, alusión que a los niños nos alborozaba y nos hacía sentirnos mayores.
Antonio Mora Albertos, Ñoño en argot deportivo, nació el 21 de octubre de 1934 en la calle Granada de Puertollano. Asistió a la escuela particular del fotógrafo José Rueda en la calle Juan Bravo. En ella coincidió con Enrique Madrid, que andando el tiempo se convertiría asimismo en un futbolista singular del Calvo Sotelo, dando comienzo una fraternal amistad y una vida en común que solo la muerte de Enrique pudo interrumpir. Antonio comenzó a jugar al fútbol en la plaza de la iglesia de la Asunción, cerca de su domicilio, y en el solar donde ahora se encuentra el colegio de las monjas. Jugaban con cualquier objeto al que se pudiera propinar un puntapié hasta que consiguieron un balón artesano realizado con papeles de periódico encordados que “hasta botaba y todo” según recuerda Antonio, que tampoco ha olvidado que Aguilar fue el artífice del milagro. Son recuerdos imborrables que ponen de manifiesto la importancia de aquel tesoro de la época que permitía a los niños de la posguerra mejorar la calidad de su desaforada afición. Eran partidos que se jugaban hasta que se echaba la noche e impedía ver el balón y que se bregaban con una intensidad sin límites para hacerse merecedores de la victoria. 
Un poco mayores, se alejan de su barrio para recalar en la explanada de los terrenos de la Sociedad Minera Metalúrgica de Peñarroya, entre el Terri y la carretera de Córdoba. A Ñoño y Madrid se suma otro futuro jugador del Calvo Sotelo, Hernández, conocido como “el gitano”. Este espacio reúne mejores condiciones para la práctica balompédica que los anteriores. Si no disponían de mucho tiempo, se contentaban con el solar de la calle Goya, esquina a Gran Capitán, donde estuvo el cine de verano Goya y ahora Repuestos Valencia. Llega el entrenador Maside desde Ciudad Real y enseguida descubre el potencial futbolístico de Ñoño y de Madrid abriéndoles las puertas de los juveniles del Calvo Sotelo. Eso ya son palabras mayores. Sin embargo, su trabajo en la tienda de confecciones de José León le impide jugar todos los partidos y es causa de desazón al no poder compatibilizar la necesidad de trabajar con su afición desbordante, que ya empieza a encauzarse convenientemente.
En la temporada 1952-53, aún con 17 años, se incorpora al equipo de aficionados del Calvo Sotelo, antesala del equipo profesional, participando en dos partidos amistosos con el primer equipo. Poco después, ingresa en la Empresa Nacional Calvo Sotelo (ENCASO) en la sección de laboratorios y desaparecen los inconvenientes para dedicarse al fútbol sin cortapisas. Durante el periodo militar, jugó en el equipo del campamento de El Pardo y más tarde se desplazaba a jugar a El Horcajo habida cuenta de que a su esposa, Soledad, le habían recomendado guardar reposo debido a un embarazo complicado. Es evidente que Antonio no concibe la vida sin tener un balón en los pies y que no existe eventualidad que lo aparte de su pasión por el fútbol.
Desde la temporada siguiente hasta la de 1964-65 militó en las filas del Calvo Sotelo, 12 temporadas que colmaron toda su vida deportiva. No conoció otro club, su fidelidad al memorable Calvo Sotelo fue absoluta. En el excepcional libro, fruto de una investigación exhaustiva, “Fútbol y sociedad en Puertollano en el siglo XX (1920-2000)” de Luis F. Pizarro Ruiz, se compendia la trayectoria de Ñoño. Se refleja en sus páginas que disputó un total de 292 partidos oficiales (268 en 3ª división y 24 en partidos de ascenso a 2ª división) consiguiendo 9 goles, ya que su demarcación no le permitía prodigarse en este apartado, su misión consistía en poner el esférico a disposición de los delanteros. A destacar que solo sufrió una expulsión en toda su carrera, en diciembre de 1960. En estas 12 gloriosas temporadas se forjó la leyenda de Ñoño, el jugador nacido en la tierra que lo entregó todo a la elástica azul del Calvo Sotelo. Fue capitán del equipo varias temporadas, entre ellas la última de su trayectoria deportiva, cuando se logró al fin el ansiado ascenso a 2ª división. Paradójicamente, ese ascenso fue la causa de su mayor frustración futbolística ya que el entrenador no contó con su concurso en la temporada siguiente a pesar de que aún no había cumplido los 31 años y mantenía su buen rendimiento. Antonio declaró entonces: “Nunca exigí nada y me sentía pagado con tener el honor de defender al Calvo Sotelo” al tiempo que afirmaba que su mayor decepción fue no haber jugado en 2ª, en cuyo ascenso tanto contribuyó. Fue la injusta despedida de uno de los jugadores más brillantes de la entidad.
El 28 de agosto de 1966 el club le rindió un sentido homenaje con un partido ante el Granada, de 1ª división. El periodista Fran reflejaba en su crónica, haciéndose eco de la opinión de los aficionados, que ningún homenaje anterior era tan merecido como el de Ñoño, por ser el jugador que más temporadas había defendido la camiseta del club, dando muestras de un pundonor excepcional. Y unos años antes, el malogrado periodista Blas Adánez, opinaba del jugador: “Ñoño es de tal calibre y de tal fibra que aunque le obligaran a salir a jugar con ambos pies sujetos por una argolla, cumpliría mejor que otro con sus dos pies libres”.
Se cerraba así la señera biografía de un mito del fútbol local. Luis Francisco Pizarro, el mejor conocedor de la historia del club, lo define como “ese hombre de corazón inmenso”. Un corazón que sostuvo con firmeza la estrella del escudo del equipo de sus amores hasta fundirse ambos como emblema del Calvo Sotelo.
Eduardo Egido Sánchez